Por Consuelo Martínez Priego, profesora de Sociología de la Educación. Centro Universitario Villanueva (UCM).
El hombre necesita ser educado para sobrevivir, cada uno de nosotros nace en unas condiciones biológicas en las que el cuidado de otro le permite subsistir. No podemos no ser educados. Nuestra configuración física, psíquica y espiritual depende de esa íntima conexión con el otro. Pensar que la educación es algo análogo a «llenar un vaso» con informaciones variadas, es tan ajeno a la naturaleza del hombre, como pensar que es posible desarrollar la capacidad lingüística al margen de un idioma concreto. El crecimiento humano, por eso, es posible si el hombre es «ayudado». Se trata, sin duda, de la tarea humana más noble que existe: permitir a una persona llegar a ser lo que es.
Tan profundo es el nexo educativo en el hombre que se da perfecta continuidad entre procreación-crianza-educación. Realmente se trata de un único proceso en el que difícilmente pueden establecerse límites precisos: cuando la madre nutre al niño y establece ritmos de sueño y vigilia, le está ya educando. Por eso, y porque romper esa cadena violenta la naturaleza de las relaciones interpersonales primigenias, la educación es una responsabilidad de los padres. Cierto que cuentan con colaboradores insustituibles: los profesores; ahora bien, su tarea es delegada. Si toda tarea educativa es capital para el futuro del niño, aquella que trata sobre la capacidad de amar, habrá de ser objeto de especial atención por parte de los padres. De ahí nace la importancia de la educación afectivo-sexual, y también de ahí nace el innegable derecho de los padres a conocer y decidir qué van a enseñar a sus hijos.
Fuente: La Razón.
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