Por Carlos Jariod.
Jueves, trece de octubre de 2011. 12.30
horas. Entro en una clase de 3º ESO, cuyos alumnos desconozco. Su
profesor está ausente y, como docente de guardia, me dispongo a estar
con ellos esa hora. Veo que en la mesa de una alumna descansa un libro
inusualmente voluminoso para su edad. Cuando me acerco, observo que a su
lado hay un librito de color blanco con un recuadro azul celeste. “¿Qué
son esos libros?”, pregunto a la alumna. La pregunta era retórica, pues
al acercarme comprobé con estupor que eran La Ilíada y una
antología de poemas de Miguel Hernández. Descarté inmediatamente la
peregrina idea de que su profesor de literatura invitara a los alumnos a
leer a Homero y a Miguel Hernández. “Estoy leyendo estos libros, La Ilíada y
a Miguel Hernández.”, me responde la alumna. Sabiendo lo que me iba a
responder le pregunté si los tenía que leer para clase y ella, por
supuesto, me lo negó. Después de decirme que los había sacado de la
biblioteca, quise saber por qué los leía. Respuesta de la alumna: “para
tener más cultura, para saber más. Ya he leído el primer canto y me
gusta”, refiriéndose al poema de Homero.
Tres semanas después en el departamento de filosofía. Ante mí, Jesús, alumno de 2º Bachillerato, desea leer Ética a Nicómaco, de Aristóteles. Hacía días que en clase sugerí que sería estupendo asomarse a esa obra, quizá a algunos de sus capítulos. Jesús quiere hacerlo. También piensa en estudiar filosofía –“¿por qué no?”, me dice–. Después de preguntarle las razones de su interés filosófico me explica que quiere ser más culto, saber más, dar un sentido a su vida, saber por qué ocurren las cosas.
Tres semanas después en el departamento de filosofía. Ante mí, Jesús, alumno de 2º Bachillerato, desea leer Ética a Nicómaco, de Aristóteles. Hacía días que en clase sugerí que sería estupendo asomarse a esa obra, quizá a algunos de sus capítulos. Jesús quiere hacerlo. También piensa en estudiar filosofía –“¿por qué no?”, me dice–. Después de preguntarle las razones de su interés filosófico me explica que quiere ser más culto, saber más, dar un sentido a su vida, saber por qué ocurren las cosas.
Estoy convencido de que cualquier docente puede contar anécdotas como estas. Sin embargo, las conversaciones entre profesores y maestros están plagadas de quejas, recriminaciones, lamentos, denuncias, rabia. En suma, de mucha desesperanza. La mayoría de esas conversaciones refieren hechos objetivamente deprimentes –es verdad que la profesión de enseñante es cada vez más dura–.
El profesorado está cansado. Me atrevo a pensar que no lo está porque trabaje dos horas más o porque sus condiciones laborales empeoren. Tampoco creo que su hastío surja por el descenso de su salario o por la dudosa consideración social del trabajo realizado. Sospecho más bien –atrevida sospecha la mía– que el hartazgo docente tiene que ver con la desesperanza profesional de no saber cuál es el papel que juegan en una sociedad en la que el estudio y el esfuerzo carecen de relevancia. La desesperanza de saberse meros funcionarios de conocimientos inútiles, remedando la obra de Revel.
El problema de la desesperanza no es sólo el estado de postración
afectiva e intelectual a que se ve sometido el afectado por ese
corrosivo virus. La desesperanza deforma la realidad circundante y
crea un mundo igual de triste y cínico que el que vive en su interior
el enfermo de tan peligroso bacilo. En educación, acaso la consecuencia
más grave de los docentes hastiados de su profesión, es el no valorar
como se merecen a aquellos alumnos que, por misteriosas razones, no han
apagado su sed de conocimiento.
Es verdad, no es fácil encontrar en los medios de comunicación buenas noticias sobre la educación de nuestros jóvenes. Todos se quejan: los profesores, los alumnos, los padres, la sociedad en general reclama unos resultados educativos que el fracaso escolar se empeña en alejar. Vivimos en la cultura de la queja continua, de la permanente reclamación, de la frustración elevada a categoría antropológica. Pero esa no es la única faceta de la realidad, ni siquiera la más importante (segundo atrevimiento que me permito).
Todos los lunes se produce un milagro inaudito. Ante mí unos jóvenes a la espera de lo que les diga su profesor. Cada uno de ellos distinto. Tímidos, alegres, revoltosos, perezosos, estudiosos; acomplejados, llenos de vida, heridos por experiencias tristes, habladores. Cada uno contiene dosis de todo ello y de muchos ingredientes más que ignoro. Cada uno recibirá de un modo distinto mi presencia y mis palabras. Ellos y yo. Un puente entre ambos se tiende en clase que, quizá, comunique nuestros abismos respectivos. Esta realidad que se empieza a producir cada lunes es la única que da sentido a la profesión del docente. Si renunciamos a tender el puente –construir una relación– entre los alumnos y nosotros, renunciamos a todo.
El docente desesperanzado da por supuesto que los alumnos son personas que carecen del deseo de conocer o cultivarse. Es muy cómodo pensar así. Pero ya nos informó Aristóteles que “todos los hombres desean por naturaleza saber” –también esos alumnos que tenemos a nuestro cargo–. A diferencia de lo que oigo y leo a menudo, debo decir que encuentro alumnos que les importa aprender, que distinguen entre un docente aburrido y otro que no lo es, que les importa sus estudios. Es verdad que lo hacen a su modo, generalmente inmaduro e inconstante, pero no son indiferentes al conocimiento ni a un buen libro. Tienen una deficiente base intelectual, pero en gran parte se debe a que pedagogos y políticos sin escrúpulos les han hurtado la posibilidad de una educación de calidad.
La mayor enfermedad de la educación española no es la falta de recursos, ni las pésimas leyes educativas. La mayor enfermedad es la desesperanza de los enseñantes. Creo que va siendo hora de que los docentes empecemos a hablar bien de nuestra profesión. Por el bien nuestro, pero sobre todo por el de nuestros alumnos.
Fuente: Religión en Libertad.
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