Por José Sáez.
Mi intención no es abogar por un retorno general a la educación
separada por sexos, sino plantear una cuestión de libertad asociada a
motivos psicopedagógicos básicos. Existen razones técnicas favorables a
cada una de las dos opciones. Es decir, no hay un consenso científico
definitivo sobre qué modelo es mejor. Menos aún lo hay que demuestre que
la educación diferenciada es nociva por algún motivo. Por ello, no
estamos ante un axioma pedagógico, sino sencillamente ante una cuestión
de libre elección. Los padres, los alumnos, las escuelas, deberían poder
optar por cualquiera de las dos posibilidades. Hoy en día, en nuestro
país, los centros con educación diferenciada son siempre privados y, por
tanto, tal libertad de elección no existe. La coeducación es
obligatoria en la práctica.
En España, la dictadura de lo “políticamente correcto” impuesta por
los socialistas mantiene casi proscrita, no sólo la educación
diferenciada, sino hasta la mera posibilidad de debatir sobre el tema.
No sucede así en Europa o en Estados Unidos, donde esta es una
posibilidad educativa tan buena como cualquier otra. En el Reino Unido
es una opción muy común y con probados éxitos de rendimiento, muy
reconocidos a nivel mundial. En España se ha querido unir la
coeducación, de modo indisoluble, a la igualdad sexual. Aunque la Ley no
la prohíbe porque no puede, ya que a nivel mundial y europeo está
legalmente reconocida y valorada, sí que recibe un “castigo”
institucional, negándosele la posibilidad de conciertos a los centros
que siguen un modelo diferenciado.
Es cansino el pánico de la izquierda a la libertad, aunque se
proclamen paladines de lo contrario. Veamos. Yo, como pedagogo veterano,
escogí para mis hijos e hijas un modelo de coeducación, y el mismo
hubiera elegido si hubiera tenido a mi alcance la posibilidad gratuita
de proporcionarles una educación diferenciada. ¿Por qué? Porque
personalmente encuentro más razones para esta opción que para la otra.
Pero no tantas como para atreverme a impedir que los padres puedan
escoger cualquiera de ambas posibilidades para sus hijos. Insisto: se
trata de un problema de libertad de elección, perfectamente enmarcable
dentro de los derechos constitucionales (y universales, y europeos) de
los padres a la libre elección de centro y a la libre elección del
modelo educativo para sus hijos.
Según mi ciencia y mi experiencia, los motivos básicos que me
inclinan a preferir el modelo coeducativo son, sobre todo, los
relacionados con la naturalidad en la socialización. La educación
diferenciada, como luego explicaré, no tiene nada que ver con la
igualdad, eso es una estulticia ideológica. Pero sí tiene que ver con la
normalidad con la que chicos y chicas se perciben y relacionan entre
sí. En los colegios diferenciados, los niños y las niñas tienen mayores
probabilidades de desarrollar un conocimiento un tanto “mitológico” del
otro sexo, a veces demasiado idealizado, a veces todo lo contrario, y
casi siempre “misterioso”. Bien está que el otro sexo mantenga un
“toque” de bonito y saludable misterio, pero no que niños y niñas se
hagan una idea deformada que luego puede hacerles daño.
En un ambiente de coeducación, tal extrañeza de los miembros de un
sexo hacia los del otro suele ser menor. Además, la percepción mutua es
más acorde con la realidad y chicos y chicas aprenden a convivir con
naturalidad, ahorrándose más de un complejo y problema de socialización.
Pero el modelo coeducativo también tiene sus pegas, algunas bastante
serias. Antes he afirmado que la coeducación nada tiene que ver con la
igualdad entre los sexos. Lo mantengo. Los partidarios de la coeducación
enuncian un silogismo simplón y se lo creen a pies juntillas: si se da a
niños y niñas una educación igual, fomentamos la igualdad. Pues miren,
no, no necesariamente. El asunto es mucho más complejo. Ese burdo
argumento se apoya en una premisa mayor que no se dice, pero que está
implícita: tratar con igualdad conduce a la igualdad. Demostraré que tal
argumento es falso.
Alguien dijo: “no hay mayor desigualdad que tratar a todos por
igual”. Tenía razón. Para que todos los jovencitos lleguen a ser iguales
es preciso dar a cada uno la atención que requieren sus características
individuales. Si tengo un grupo de niños y les aplico a todos idéntico
tratamiento, crearé entre ellos profundas desigualdades. En cambio, si
tengo en cuenta y respeto sus diferencias personales y les aplico una
educación individualizada, les ayudaré a todos a extraer de sí mismos lo
mejor que tienen y, en ese sentido, los igualaré. En el caso de la
coeducación se cumple esta misma regla. El empeño en tratar a todos por
igual puede provocar el efecto contrario al deseado: la desigualdad
sexual. La coeducación no sólo no fomenta la igualdad, sino que puede
llegar a estorbarla.
Este es mi mayor argumento para no condenar a la educación
diferenciada y para considerarla una legítima opción escolar. Además, he
de añadir que quienes salen más perjudicadas de todo esto son,
paradójicamente, las niñas. Se magnifica la coeducación como práctica
esencial para los objetivos de igualdad de la mujer y, sin embargo, la
coeducación la pone en mayor peligro que la educación diferenciada. Yo
les preguntaría a ustedes: ¿Quién madura más deprisa, los chicos o las
chicas? La respuesta está clara. Hay excepciones, pero la regla es que
las chicas lo hacen más deprisa. Quizá esto no se note mucho en
educación infantil, pero si nos asomamos a un aula de la ESO o de
Bachiller es evidente: niñatos con granos todavía dándole al balón,
junto a mujeres ya casi hechas y derechas…
Obligar a formarse juntos a alumnos con tan distinto grado de madurez
es, cuanto menos, un dilema para pensarlo dos veces. La mayor parte de
las desventajas recaen sobre las chicas, que se ven obligadas a ignorar
su rápida evolución para adaptarse al ritmo de los chicos, lo cual es un
fastidio y una rémora para el logro del máximo de sus potencialidades.
Una educación diferenciada no quiere decir que las chicas van a dar
clase de costura y los chicos de fontanería, sino que las chicas y los
chicos van a poder recibir la atención educativa más apropiada para sus
posibilidades y ritmos de aprendizaje. El resultado de esto: un mayor
desarrollo formativo de la mujer, es decir, una mayor realización de sus
capacidades, una mayor igualdad social y mejores oportunidades
profesionales.
No hay que sacralizar la coeducación, por tanto. Tampoco la educación
separada. Ambas son opciones con ventajas e inconvenientes y los padres
pueden escoger. Los que han asumido la bondad de la coeducación como si
fuese una verdad de catecismo deberían no ser tan cafres e investigar
un poco sobre el tema, para adquirir un conocimiento más preciso de la
realidad antes de liarse a defender su postura a capa y espada. Yo hice
esa elección para mis hijos y volvería a hacerla, porque he sopesado los
pros y los contras y he llegado a la personal conclusión de que vale
más la pena asumir las desventajas de esta alternativa que las de la
contraria. Pero he de romper una lanza a favor de la libertad de
elección de los padres, que deben hacer su propia valoración y elección.
Fuente: Blog de José Sáez.
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