Por Juan Antonio Gómez Trinidad, diputado y portavoz del PP en Educación.
Ha terminado una legislatura, que en realidad han sido dos a efectos
educativos, sin ningún avance significativo en educación, como muestran
los informes tanto nacionales como internacionales si se leen con
objetividad, amplitud de miras y sin sesgos interesados.
Causa sonrojo oír que España ha avanzado mucho en materia educativa
en los últimos 30 o 50 años –solo faltaría–. España es un país moderno
con unas magníficas infraestructuras viarias como puede apreciar
cualquiera que viaje por nuestro país ya sea en coche, tren o metro.
Tenemos un alto grado de bienestar común y un magnífico sistema sanitario
público.
Sin embargo, cuando de educación se trata no podemos tener la misma
sensación ni decir que estamos a la altura de nuestro desarrollo
económico y social. Es cierto que la educación es universal y gratuita,
prácticamente desde los 3 a los 16 años, pero ahí acaba nuestra
satisfacción. Un sistema educativo caro en el que los españoles –no los
gobiernos– hemos realizado un esfuerzo ímprobo que no debemos rebajar,
pero que no ha ido acompañado de los resultados esperados. En efecto,
una tasa de fracaso escolar en torno a un tercio de los escolares y una
tasa de abandono prematuro similar, nos muestra que estamos ante un
problema de Estado. En un mundo laboral cada vez más cualificado,
nuestros jóvenes no tienen empleabilidad en caso de que hubiera empleo.
Hoy cuando solo se habla de economía, conviene recordar algo evidente:
la clave del desarrollo económico es el capital humano y este se labra
en la educación.
¿Por qué este atraso? ¿Por qué hemos tardado tanto en detectarlo? Sin
duda alguna la pregunta es compleja y la respuesta no es única pero,
al menos, se me ocurre una que creo acertada. Durante al menos los
últimos 11 años –por situarlo en el momento de la transferencia de las
competencias a todas las comunidades autónomas–, se ha instalado en el
discurso político educativo la creencia de que invertir mucho en
educación es garantía de su éxito. De este modo, bastaba que cualquier
ministro o consejero, de uno u otro partido, demostrara que había
incrementado el gasto educativo para justificar su buena gestión.
De sobra sabemos que una educación buena es cara, pero que una
educación cara no es necesariamente buena. Dicho de otra forma, a partir
de un determinado nivel de gasto e inversión, lo que influye en los
resultados son otros factores estrictamente educativos.
En esta legislatura, sobre todo a partir de la llegada del ministro
Gabilondo, hemos hablado y mucho, todos los implicados en educación:
profesores, padres, sindicatos, políticos, etc. Y hemos hablado de temas
educativos: autonomía de los centros, autoridad del profesorado,
equipos directivos, del esfuerzo, de la responsabilidad, de la
participación, de la Formación Profesional o de las distintas vías
formativas en la última etapa de la Secundaria.
Sin embargo, observo con pena que el comienzo de curso, conflictivo
sobre todo en algunas autonomías, ha vuelto a situar el debate educativo
en términos economicistas. Solo se habla de recortes o de ajustes
económicos. Me consta que la situación no es agradable para ninguna de
las partes y cada una de ellas debiera analizar qué errores ha cometido
en el planteamiento del conflicto, así como qué puede hacer para
solucionarlo.
La situación actual perjudica sobre todo a la enseñanza pública. Pero
más allá del conflicto, lo grave es que se ha perdido el discurso
educativo. Si se vuelve a plantear en términos economicistas, es tanto
como decir que la educación en España no puede mejorar mientras dure la
crisis económica. Puede servir de excusa cómoda para quien no quiera
asumir responsabilidades. Pero, además de un error, es una pérdida
injustificable de tiempo para resolver el problema educativo en España.
Fuente: Revista Escuela, n.º 3919 (octubre de 2011), pág. 36.
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