Por Juan Manuel de Prada.
A quienes resulten vencedores en las inminentes elecciones les aguardan retos amedrentadores. Nos hallamos, ciertamente, ante una situación que excede con creces la mera “crisis económica”; y que más propiamente podría calificarse de “cambio de era”, en el que muchas casas edificadas sobre cimientos de arena serán arrastradas por el vendaval.
Ya nunca más podremos vivir como hemos vivido, con esa mezcla de inconsciencia petulante y euforia manirrota que la “niebla de las finanzas” nos inspiró. Estamos asistiendo al derrumbamiento de un ídolo inicuo que durante años engordamos con nuestra avaricia; y, como ocurre con todos los ídolos engordados insensatamente, su derrumbamiento adquiere la magnitud de una catástrofe. Pero todo “cambio de era”, junto a los estragos y calamidades propias de un tiempo moribundo, brinda la semilla de una resurrección; que esa semilla germine y rinda fruto va a depender de cada uno de nosotros, de nuestra capacidad de renuncia y sacrificio, de nuestra disposición a renegar de la causa de nuestros males.
Muchos son, como decíamos, los retos que nuestros futuros gobernantes habrán de abordar en los próximos años. Algunos se revisten de una fachada más acuciante y perentoria, pero ninguno resulta de mayor importancia para la propia supervivencia social como la restauración de nuestra maltrecha educación. Que esa restauración deba realizarse en condiciones económicas tan adversas le añade tintes dramáticos; pero el temple de los políticos y de los pueblos se prueba en las ocasiones difíciles.
A nuestros gobernantes corresponde, desde luego, favorecer aquellas medidas legales que combatan los males endémicos de nuestro sistema educativo: el igualitarismo ramplón, el fracaso escolar, la pérdida del sentido de la autoridad, la frustración de los maestros, la conversión de la escuela en un centro de adoctrinamiento ideológico. Solucionar estos males endémicos no será tarea sencilla: no se echa vino nuevo en odres viejos así como así; y hace falta saber todavía si ese vino nuevo no será un vino agrio, o aguado, o envenenado por los mismos males que se pretenden combatir.
Pero toda la acción de nuestros gobernantes será como arar en el mar si no la precede y acompaña una acción social conjunta, que requiere el reconocimiento de una realidad notoria: la primera instancia educativa es la familia; y si las familias no se comprometen en la educación de sus hijos, si se obstinan en que la escuela repare malamente los daños que su disolución o desistimiento provocan, el “cambio de era” que ahora arrastramos terminará en batacazo.
Cuando se habla del fracaso de nuestro sistema educativo, se suele soslayar un hecho descomunal, que torna vacuos y miopes todos los propósitos de enmienda; o todavía peor, cínicos, pues todo intento de combatir una enfermedad sin atreverse a diagnosticarla en su origen es como pretender atajar una inundación con un gran despliegue de activismo sin cerrar primero el grifo que la ha causado. Este hecho es que las familias hemos renunciado a la educación de nuestros hijos: nos preocupamos de llevarlos a los mejores colegios y exigimos que sus maestros tengan una formación intachable, pero tales preocupaciones y exigencias son baladíes, faltando esa primera instancia educativa que es la familia.
La plaga del divorcio, la obsesión por la “realización personal”, el culto al éxito laboral, la incapacidad –en fin– para asumir las cargas y responsabilidades familiares es el mal de fondo de nuestro sistema educativo. Y mientras una verdad tan gigantesca no se reconozca, todos los propósitos de enmienda serán insulsos y quebradizos: no habrá restauración educativa mientras no haya familias educadoras; esa es la auténtica misión inaplazable que el “cambio de era” nos reclama.
Fuente: Padres y Colegios.
Ya nunca más podremos vivir como hemos vivido, con esa mezcla de inconsciencia petulante y euforia manirrota que la “niebla de las finanzas” nos inspiró. Estamos asistiendo al derrumbamiento de un ídolo inicuo que durante años engordamos con nuestra avaricia; y, como ocurre con todos los ídolos engordados insensatamente, su derrumbamiento adquiere la magnitud de una catástrofe. Pero todo “cambio de era”, junto a los estragos y calamidades propias de un tiempo moribundo, brinda la semilla de una resurrección; que esa semilla germine y rinda fruto va a depender de cada uno de nosotros, de nuestra capacidad de renuncia y sacrificio, de nuestra disposición a renegar de la causa de nuestros males.
Muchos son, como decíamos, los retos que nuestros futuros gobernantes habrán de abordar en los próximos años. Algunos se revisten de una fachada más acuciante y perentoria, pero ninguno resulta de mayor importancia para la propia supervivencia social como la restauración de nuestra maltrecha educación. Que esa restauración deba realizarse en condiciones económicas tan adversas le añade tintes dramáticos; pero el temple de los políticos y de los pueblos se prueba en las ocasiones difíciles.
A nuestros gobernantes corresponde, desde luego, favorecer aquellas medidas legales que combatan los males endémicos de nuestro sistema educativo: el igualitarismo ramplón, el fracaso escolar, la pérdida del sentido de la autoridad, la frustración de los maestros, la conversión de la escuela en un centro de adoctrinamiento ideológico. Solucionar estos males endémicos no será tarea sencilla: no se echa vino nuevo en odres viejos así como así; y hace falta saber todavía si ese vino nuevo no será un vino agrio, o aguado, o envenenado por los mismos males que se pretenden combatir.
Pero toda la acción de nuestros gobernantes será como arar en el mar si no la precede y acompaña una acción social conjunta, que requiere el reconocimiento de una realidad notoria: la primera instancia educativa es la familia; y si las familias no se comprometen en la educación de sus hijos, si se obstinan en que la escuela repare malamente los daños que su disolución o desistimiento provocan, el “cambio de era” que ahora arrastramos terminará en batacazo.
Cuando se habla del fracaso de nuestro sistema educativo, se suele soslayar un hecho descomunal, que torna vacuos y miopes todos los propósitos de enmienda; o todavía peor, cínicos, pues todo intento de combatir una enfermedad sin atreverse a diagnosticarla en su origen es como pretender atajar una inundación con un gran despliegue de activismo sin cerrar primero el grifo que la ha causado. Este hecho es que las familias hemos renunciado a la educación de nuestros hijos: nos preocupamos de llevarlos a los mejores colegios y exigimos que sus maestros tengan una formación intachable, pero tales preocupaciones y exigencias son baladíes, faltando esa primera instancia educativa que es la familia.
La plaga del divorcio, la obsesión por la “realización personal”, el culto al éxito laboral, la incapacidad –en fin– para asumir las cargas y responsabilidades familiares es el mal de fondo de nuestro sistema educativo. Y mientras una verdad tan gigantesca no se reconozca, todos los propósitos de enmienda serán insulsos y quebradizos: no habrá restauración educativa mientras no haya familias educadoras; esa es la auténtica misión inaplazable que el “cambio de era” nos reclama.
Fuente: Padres y Colegios.
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