Por José M.ª Arizaleta, Álava.
Es un lugar común en los debates públicos apelar al carácter aconfesional del Estado, según dicta la Constitución Española, para referirse a la necesaria distinción entre lo religioso y lo político y no incurrir en el fundamentalismo, es decir, en la confusión de esos dos ámbitos, que se ve más propio de tiempos pasados.
Pero, si nos fijamos bien, esta necesaria distinción entre lo religioso y lo político se utiliza para encubrir un totalitarismo no menos peligroso que el denostado fundamentalismo. Porque, con la excusa de no identificar religión y política, se concluye que la única fuente de los valores, del derecho y de toda normatividad vinculante, es el Estado. Éste se convierte así en la instancia última, el árbitro de las cuestiones morales y el único que tiene derecho a educar al ser humano.
Prueba de todo esto es la asignatura Educación para la ciudadanía, en la que se imparte la visión antropológica y moral del Estado a todos los alumnos, quedándose expuesto a graves consecuencias quien osa disentir del contenido de la misma. Si nuestra sociedad es aconfesional y plural, ¿por qué existe una asignatura obligatoria en la que se imparte una moral única?
Una vuelta de tuerca más en esta deriva totalitaria es la reciente Ley de Salud Sexual y Reproductiva e Interrupción Voluntaria del Embarazo, cuya aplicación educativa conllevará la enseñanza de los métodos anticonceptivos y el aborto a los niños y niñas de once años, sin tener en cuenta los derechos de los padres ni el más mínimo sentido común natural. Como decía Juan Pablo II en la encíclica Centesimus Annus, "Si no se reconoce la verdad trascendente, triunfa la fuerza del poder, y cada uno tiende a utilizar hasta el extremo los medios de que dispone para imponer su propio interés o la propia opinión, sin respetar los derechos de los demás" (n. 44).
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