Una de las mayores frustraciones que estamos viviendo en estos meses de hundimiento del zapaterismo es la incapacidad (premeditada o no) del PP para mostrarse como alternativa ilusionante, más allá de su paciencia china para esperar a que pase por su puerta el cadáver del enemigo. En una época tan convulsa, los populares deberían de comprometerse con otra manera de ver y hacer las cosas. De lo contrario, parecerán estar sólo atentos a ocupar el poder, a subirse adonde otros se bajan para seguir haciendo más de lo mismo; la ciudadanía supone que no quieren gobernar para mandar sin más, sino para lograr cambios sociales. Algo de esto apunta de cuando en cuando Esperanza Aguirre, y de ahí su popularidad, y también, a la manera gallega, Núñez Feijoo. Quizás por eso, como Aznar, sean objetos principales de descalificaciones de brocha gorda como asemejarlos al Tea Party y otras mandangas.
En la Comunitat Valenciana apenas Alejandro Font de Mora parece estar revestido de fortaleza suficiente, hablando en términos ideológicos, para frenar el discurso dominante y triunfal, aun a costa de un enorme desgaste personal. En el franquismo, los maestros eran mayoritariamente de la cuerda y ejercían un adoctrinamiento del régimen desde la escuela. Y, muerto el dictador, las leyes educativas han sido masivamente de inspiración socialdemócrata, inculcadas desde la progresía bienpensante, que tomaron los sindicatos como batallón de combate, y en un clima propicio de cambio democrático coincidente con un masivo relevo generacional en la docencia llevó a las aulas a una mayoría de profesores de marcada tendencia izquierdista. Esos profesores ni eran ni son neutros. Incluso están en su derecho de no serlo; imparten su materia conforme a una escala de valores muy personal, y en no pocos casos abiertamente sectaria en materia política, social y religiosa. Lejos de lo que se dice, la experiencia indica que el Estado no garantiza necesariamente una educación plural y abierta en los centros públicos; no lo ha hecho siempre en los últimos treinta años y en último término depende de los profesores que al alumno le tocan en gracia. El aquí firmante, por ejemplo tuvo maestros bastante franquistas en el EGB y abiertamente de izquierdas en el BUP, no pocos de permanente militancia en clase (y al margen de eso, por cierto, buenos docentes y muy buena gente de grato recuerdo). Pero a unos y otros se les notaba, respondían al patrón político dominante. No es cuestión de juzgar su profesionalidad a la hora de impartir su materia, pero sí queda en evidencia que está en la mano de cada cual y sin control externo que esa docencia sea neutral, blanca y plural, o significada y cargada de valores muy específicos.
¿Por qué entonces se descalifica a la enseñanza concertada justamente porque responde a un ideario, religioso o de otro tipo? ¿Por qué, si los centros públicos pecan de lo mismo, aunque se tamice de mil formas distintas? Simplemente, el discurso de una parte se ha convertido en axioma indiscutible; sus defensores son fuertes y mayoritarios, controlan los centros de decisión administrativa y tienen el sello de la verdad cuando hablan en los medios de comunicación. Contra esto, la realidad social va a su aire y les da la espalda. Muchísimos padres optan por un centro concertado si tienen la fortuna de poder elegir, porque ese centro les ofrece más confianza que otros, ya sea por su trayectoria y calidad, o por su escala de valores.
Toca ya presentar una alternativa. Y que la sociedad elija. Font de Mora ha planteado abiertamente extender el sistema de conciertos en vez de seguir ampliando la red de centros públicos: el plan de la consellería tiene la ventaja de que resulta más barato para los contribuyentes, garantiza una enseñanza de probada calidad puesto que los centros tienen acreditada ya su profesionalidad y permite algo fundamental, la libertad de los padres a elegir (no simplemente a participar) la educación de sus hijos. Es un derecho fundamental que primero negó el Estado totalitario para imponer sus tesis a la sociedad y ahora rechazan los defensores de una opción igualmente partidista: los sindicatos de enseñanza de los centros públicos.
El Estado debe garantizar y financiar el acceso a la educación de todo el mundo, tutelar la calidad de los centros educativos y velar por el respeto a las leyes, la Constitución o los derechos humanos, pero no puede monopolizar las convicciones y los principios particulares haciéndolos pasar por certezas; ese es un terreno de los individuos y ellos deben elegir dónde se educan sus hijos dentro de un abanico de alternativas. La escuela pública es una opción válida, pero no puede ser la única, porque como todas las demás está cargada de códigos subjetivos. El Estado, incluso en democracia, ha demostrado que no es aséptico en su modelo pedagógico, porque las creencias socialdemócratas han sido la moneda de curso en estos años y porque muchas comunidades autónomas han hecho de la lengua una herramienta de simbología ideológica cuando no una palanca de falseamiento de la historia.
Hablando claro, las familias tienen mucho más derecho que la Administración, que un sindicato o que el pensamiento de un profesor concreto a elegir los valores en los que se educan sus hijos. Ya es hora de que se diga sin tapujos.
Fuente: Las Provincias.
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