Por Susana Álvarez Sánchez, licenciada en Derecho.
Continúo dándole vueltas a las afirmaciones categóricas expresadas en aquella tertulia televisiva, que parecen haber anidado en mi intelecto, y aunque sobreviven en estado latente, a veces resurgen con gorjeos de ave famélica, deseosa de ser alimentada mediante pensamientos sutiles, que pululan por mi mente de forma imprevista o accidental. Del mismo modo (imprevisto o accidental) en que se posó mi atención en la programación de aquella cadena, de la que habitualmente -por cierto- me suelo resguardar, ante el temor de que estos canales de televisión se conviertan en una suerte de arma de destrucción masiva de la opinión discordante; arma que, camuflada a modo de útil electrodoméstico indispensable para nuestra subsistencia, fuese capaz de inocular, con aptitudes camaleónicas, una especie de emanación invisible, que consiguiera con sus efluvios terminar de formar las conciencias que aún no lo estaban, o cautivar con su irradiación envolvente a aquellas otras más propensas al adocenamiento, o que, sencillamente, se dejen acorchar de puro aburrimiento.
En aquella tertulia, el "modelo de familia tradicional" (concepto acuñado o inventado recientemente por unos cuantos y de obligado acatamiento para el resto de la población) sufría un ataque furibundo, que llegaba hasta el extremo de que nuestras contertulias considerasen inconcebible que en pleno siglo XXI existieran familias en las cuales los familiares de una persona le fueran impuestos, sin posibilidad de elección o libre decisión acerca de quiénes han de ser los padres de uno, los hijos, los cuñados o los primos. Este modelo de familia, tan retrógrado y dictatorial, se presentaba como institución que forzosamente ha de ser superada en aras del progreso de nuestra civilización, para ser sustituida por un nuevo modelo mucho más moderno y progresista. En el nuevo modelo, los sucesivos cambios de pareja conllevarían la novedad del cambio de hijos (los de cada nueva pareja) y de familiares colaterales (los consanguíneos de cada nueva pareja), un modelo de familia, por tanto, mucho más interesante que la encorsetada familia tradicional, en la que los demás siempre son los mismos.
Trato de imaginar el efecto demoledor de semejante propaganda convertida desde hace unos años en asignatura obligatoria. Tal y como está configurado en los correspondientes Reales Decretos el conjunto de asignaturas conocidas como "Educación para la Ciudadanía", lo que se espera de nuestros hijos no es solamente que asistan como espectadores ingenuos o poco precavidos a semejante exposición de axiomas incontrovertibles -hecho que, en sí mismo, supondría una gravísima intromisión de nuestros gobernantes en un ámbito que no les corresponde- sino que, además, se les exige que asimilen dichos axiomas como parte integrante de su identidad, de sus expectativas vitales, renunciando a su forma de entender la vida y a los valores que sus padres les hemos ido transmitiendo, para conformar así una "nueva ética común".
A finales del pasado curso, publicaba un conocido diario un reportaje titulado «Fallida enseñanza en valores», en el que aseguraba que Educación para la Ciudadanía se había convertido finalmente en una asignatura «con pocas horas de clase y apenas valorada por los alumnos», para decepción de los ideólogos de la progresía, que quizá creyeron encontrar en la polémica asignatura el elixir de la perpetuación en el poder, adoctrinando a nuestros niños y adolescentes mediante la inclusión, en los currículos de Educación Primaria y Secundaria, de una materia obligatoria con unos objetivos, contenidos y criterios de evaluación que, a la vista de los Reales Decretos que los definen, bien podrían parecer producto del ingenio de algún trasnochado ministro de Educación Popular y Propaganda.
El hecho de que se haya convertido en una «maría» -como afirmaba dicho diario- ha sido, sin lugar a dudas, una victoria de los objetores de conciencia a esta asignatura, familias que tomaron la difícil decisión de defender su legítimo derecho a que sus hijos no sean adoctrinados en la Escuela, como consecuencia de lo cual -se lamentaban los mentores de Educación para la Ciudadanía, en declaraciones recogidas en dicho reportaje- se «ha perjudicado la asignatura», en el sentido de que, en muchos casos, no se imparte siguiendo estrictamente los Reales Decretos que desarrollan la LOE.
En cualquier caso, las familias objetoras advirtieron desde el primer momento que los contenidos podían ser perfectamente manipulables -como se demuestra sobradamente en el reportaje-, y decidieron que, mientras exista una asignatura con semejante configuración, proseguirían reclamando su derecho a educar a sus hijos conforme a sus propias convicciones.
Estas familias continúan defendiendo sus derechos ante los Tribunales.
Por un lado, a través de la vía abierta por el Tribunal Supremo en su sentencia de 11 de febrero de 2009, en la que literalmente se afirmaba que no se puede «imponer o inculcar, ni siquiera de manera indirecta, puntos de vista determinados sobre cuestiones morales que en la sociedad española son controvertidas». Y así, conforme a esta doctrina, el Tribunal Superior de Justicia de Andalucía ha declarado, hace escasas semanas, «el carácter adoctrinador del libro "Educación para la Ciudadanía" editado por la editorial McGraw Hill», en una sentencia que supone, indudablemente, un inmenso motivo de esperanza para todas las familias que quieren educar a sus hijos según sus propias convicciones.
Y por otro lado, las familias objetoras siguen defendiendo el derecho a la objeción de conciencia frente a esta asignatura, respecto al cual aún no se ha pronunciado el Tribunal Constitucional ni el Tribunal Europeo de Derechos Humanos; familias que defienden la legítima aspiración de toda sociedad plural a que no se forme la conciencia moral de los alumnos conforme a los criterios ideológicos de los gobernantes de turno; familias cuyos hijos bien merecen ser elogiados con la célebre cita: «Nunca tantos debieron tanto a tan pocos».
Fuente: Análisis Digital.
Continúo dándole vueltas a las afirmaciones categóricas expresadas en aquella tertulia televisiva, que parecen haber anidado en mi intelecto, y aunque sobreviven en estado latente, a veces resurgen con gorjeos de ave famélica, deseosa de ser alimentada mediante pensamientos sutiles, que pululan por mi mente de forma imprevista o accidental. Del mismo modo (imprevisto o accidental) en que se posó mi atención en la programación de aquella cadena, de la que habitualmente -por cierto- me suelo resguardar, ante el temor de que estos canales de televisión se conviertan en una suerte de arma de destrucción masiva de la opinión discordante; arma que, camuflada a modo de útil electrodoméstico indispensable para nuestra subsistencia, fuese capaz de inocular, con aptitudes camaleónicas, una especie de emanación invisible, que consiguiera con sus efluvios terminar de formar las conciencias que aún no lo estaban, o cautivar con su irradiación envolvente a aquellas otras más propensas al adocenamiento, o que, sencillamente, se dejen acorchar de puro aburrimiento.
En aquella tertulia, el "modelo de familia tradicional" (concepto acuñado o inventado recientemente por unos cuantos y de obligado acatamiento para el resto de la población) sufría un ataque furibundo, que llegaba hasta el extremo de que nuestras contertulias considerasen inconcebible que en pleno siglo XXI existieran familias en las cuales los familiares de una persona le fueran impuestos, sin posibilidad de elección o libre decisión acerca de quiénes han de ser los padres de uno, los hijos, los cuñados o los primos. Este modelo de familia, tan retrógrado y dictatorial, se presentaba como institución que forzosamente ha de ser superada en aras del progreso de nuestra civilización, para ser sustituida por un nuevo modelo mucho más moderno y progresista. En el nuevo modelo, los sucesivos cambios de pareja conllevarían la novedad del cambio de hijos (los de cada nueva pareja) y de familiares colaterales (los consanguíneos de cada nueva pareja), un modelo de familia, por tanto, mucho más interesante que la encorsetada familia tradicional, en la que los demás siempre son los mismos.
Trato de imaginar el efecto demoledor de semejante propaganda convertida desde hace unos años en asignatura obligatoria. Tal y como está configurado en los correspondientes Reales Decretos el conjunto de asignaturas conocidas como "Educación para la Ciudadanía", lo que se espera de nuestros hijos no es solamente que asistan como espectadores ingenuos o poco precavidos a semejante exposición de axiomas incontrovertibles -hecho que, en sí mismo, supondría una gravísima intromisión de nuestros gobernantes en un ámbito que no les corresponde- sino que, además, se les exige que asimilen dichos axiomas como parte integrante de su identidad, de sus expectativas vitales, renunciando a su forma de entender la vida y a los valores que sus padres les hemos ido transmitiendo, para conformar así una "nueva ética común".
A finales del pasado curso, publicaba un conocido diario un reportaje titulado «Fallida enseñanza en valores», en el que aseguraba que Educación para la Ciudadanía se había convertido finalmente en una asignatura «con pocas horas de clase y apenas valorada por los alumnos», para decepción de los ideólogos de la progresía, que quizá creyeron encontrar en la polémica asignatura el elixir de la perpetuación en el poder, adoctrinando a nuestros niños y adolescentes mediante la inclusión, en los currículos de Educación Primaria y Secundaria, de una materia obligatoria con unos objetivos, contenidos y criterios de evaluación que, a la vista de los Reales Decretos que los definen, bien podrían parecer producto del ingenio de algún trasnochado ministro de Educación Popular y Propaganda.
El hecho de que se haya convertido en una «maría» -como afirmaba dicho diario- ha sido, sin lugar a dudas, una victoria de los objetores de conciencia a esta asignatura, familias que tomaron la difícil decisión de defender su legítimo derecho a que sus hijos no sean adoctrinados en la Escuela, como consecuencia de lo cual -se lamentaban los mentores de Educación para la Ciudadanía, en declaraciones recogidas en dicho reportaje- se «ha perjudicado la asignatura», en el sentido de que, en muchos casos, no se imparte siguiendo estrictamente los Reales Decretos que desarrollan la LOE.
En cualquier caso, las familias objetoras advirtieron desde el primer momento que los contenidos podían ser perfectamente manipulables -como se demuestra sobradamente en el reportaje-, y decidieron que, mientras exista una asignatura con semejante configuración, proseguirían reclamando su derecho a educar a sus hijos conforme a sus propias convicciones.
Estas familias continúan defendiendo sus derechos ante los Tribunales.
Por un lado, a través de la vía abierta por el Tribunal Supremo en su sentencia de 11 de febrero de 2009, en la que literalmente se afirmaba que no se puede «imponer o inculcar, ni siquiera de manera indirecta, puntos de vista determinados sobre cuestiones morales que en la sociedad española son controvertidas». Y así, conforme a esta doctrina, el Tribunal Superior de Justicia de Andalucía ha declarado, hace escasas semanas, «el carácter adoctrinador del libro "Educación para la Ciudadanía" editado por la editorial McGraw Hill», en una sentencia que supone, indudablemente, un inmenso motivo de esperanza para todas las familias que quieren educar a sus hijos según sus propias convicciones.
Y por otro lado, las familias objetoras siguen defendiendo el derecho a la objeción de conciencia frente a esta asignatura, respecto al cual aún no se ha pronunciado el Tribunal Constitucional ni el Tribunal Europeo de Derechos Humanos; familias que defienden la legítima aspiración de toda sociedad plural a que no se forme la conciencia moral de los alumnos conforme a los criterios ideológicos de los gobernantes de turno; familias cuyos hijos bien merecen ser elogiados con la célebre cita: «Nunca tantos debieron tanto a tan pocos».
Fuente: Análisis Digital.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Se agradecen los comentarios