Por Juan Manuel de Prada.
Gusta mucho nuestra época de lamentar sus postraciones, y de buscarles remedios, sin admitir ni corregir las causas que las originaron, en lo que se parece al sifilítico que pretende curarse sin dejar de frecuentar el burdel. Cuando se habla del fracaso de nuestro sistema educativo, por ejemplo, se suele soslayar un hecho gigantesco, que torna vacuos y miopes todos los propósitos de enmienda; o todavía peor, cínicos, pues todo intento de combatir una enfermedad sin atreverse a diagnosticarla en su origen es como pretender atajar una inundación con un gran despliegue de activismo sin cerrar primero el grifo que la ha causado. Ese hecho gigantesco es la disolución de la institución familiar, de la cual la escuela es su apéndice natural; y, faltando la familia, es natural que la escuela se convierta en un árbol sin raíces, al que no le resta otro destino sino amustiarse y fenecer; o bien convertirse, como ocurre en esta fase de la historia, en un artefacto al servicio del Estado Leviatán.
«Los primeros educadores son los padres», suele repetirse, a modo de mantra buenista. Pero, ¿de qué padres estamos hablando? ¿De los progenitores A y B que preconizan las «nuevas modalidades de familia»? ¿De los padres que andan cada uno por su lado, felizmente divorciaditos?¿De los padres que, aunque no estén felizmente divorciaditos, andan todo el día como felicísima puta por rastrojo, afanados en sus respectivos desempeños laborales, y vuelven a casa a las diez de la noche, hechos unos felicísimos zorros? Para que los padres sean esos «primeros educadores» que quiere el mantra buenista hace falta, en primer lugar, una comunidad de vida en el seno familiar; y hace falta también que esa comunidad acepte sus responsabilidades. Pero si la comunidad de vida es supeditada a otros «bienes» (llámense «libertad individual», «realización personal» o como se quiera) y si sus responsabilidades se subordinan a la consecución de tales o cuales logros vitales y profesionales, la familia ha dejado de existir, para convertirse en mera agregación humana (progresivamente desagregada, por lo demás), sin traditio ni auctoritas: esto es, sin capacidad para transmitir una visión del mundo ni para «hacer crecer» (que esto significa auctoritas) a quienes vienen detrás. En familias donde no hay comunidad de vida (bien porque los padres están divorciaditos, bien porque andan azacaneados en sus importantísimos quehaceres) no puede haber educación responsable; y, a cambio, hay «des-educación» incorregible: pues allá donde hay un vacío de traditio y auctoritas, o donde entran en liza tradiciones y autoridades contrapuestas, o desentendidas entre sí, o debilitadas por la falta de comunión entre los padres, sólo es posible criar hijos huérfanos de afectos (o empachados de afectos cojos, que es la levadura que los convierte en caprichosos chantajistas emocionales), huérfanos también de un criterio para enjuiciar la realidad y, por lo tanto, condenados a la dispersión, a la desorientación y al caos.
Una vez disuelta la familia, el Estado Leviatán puede usurpar tranquilamente el derecho de los padres a educar a sus hijos, convirtiendo la escuela en una máquina feroz de adoctrinamiento que, ante los ojos de los padres dimisionarios aparece, sin embargo, como la única instancia capaz de salvarlos del caos. A tal engaño los conduce su mala conciencia; y luego, cuando el engaño se desvela, claman contra el sistema educativo. Que es como si el sifilítico clamara contra el treponema, camino del burdel.
Fuente: ABC.
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