Por Ángela Vallvey.
Los guardianes de la Igualdad, Fraternidad y Sororidad han puesto el grito en el cielo anticlerical de los justos y los mansos ante el anuncio de la Comunidad de Madrid de proyectar un colegio para alumnos de bachillerato «excelentes». «¡¿Esto qué es?!», se han quejado las autoridades sanitarias de la moral que deciden qué es lo que nos conviene y qué no.
«¡Separar a los alumnos brillantes de los rezagados es casi peor que el «apartheid» sudafricano!», han venido a declarar nuestros santos laicos, pastores virtuosos de la «ciudadanía» semivegetal en esta nuestra suya vuestra Españita contemporánea, avanzada de Occidente en el perroflautismo económico, político y social. Después de décadas de poner en marcha, a toda potencia pedagógica (vamos, anda), políticas educativas que recompensan académicamente la holganza, el tonteo, la laxitud y el abandono, la idea de un colegio para bachilleres inteligentes, brillantes y trabajadores resulta un sacrilegio de leso progreso.
Quienes se creen aquello que decía Michels de que «el estado no puede ser más que la organización de una minoría», saben que cuanto más se acrecienta y burocratiza la ordenación de lo público, más poder se concentra en unas pocas manos, a menudo no demasiado competentes, no las excelentes. Tal y como van las cosas, incluso cabría pensar que nos encaminamos hacia una «oclocracia» política mundial. (Si es que no vivimos ya bajo su hégira). Esto es, literalmente: un gobierno de la plebe, gobierno de la ignorancia, de los mediocres, el grado más bajo de la democracia. En estas circunstancias, ¿cómo alentar la excelencia?
Excelencia, no. ¡Pero oligarquía, sí!
Los guardianes de lo correcto, rechazan la idea de educar a alumnos sobresalientes, aunque no muestran los mismos remilgos cuando se trata de negociar los privilegios de la alcurnia política: así lo han demostrado en la votación del Parlamento Europeo en que la mayoría de los eurodiputados votaron en contra de una serie de medidas de austeridad. Entre ellas, la de viajar en avión en clase turista. No les gustaría apretarse el cinturón y las dietas.
O sea: que segregación de la excelencia para la educación, no. Pero segregación en el fabuloso mundo de las prerrogativas y ventajas que conlleva pertenecer a la camarilla del poder, sí. Segregar en la educación es, según los guardianes de la higiene moral ciudadana, casi igual de terrible que discriminar a los negros negándoles el voto en la América de los años 50. Lo otro, primicias sagradas del linaje gobernante.
La «chusma» costea de su bolsillo sus propios billetes y su síndrome de la clase Turista, y además apoquina mediante impuestos los tickets «Business» de la casta política. El vulgo siempre paga. La diferencia con la Edad Media es que, la plebe encumbrada que gobierna ahora, nos deja votar al resto de la turbamulta. (Pero solo ocasionalmente).
Menos mal que el Parlamento Europeo no está en la Luna: no quiero pensar en las dietas por kilometraje que el erario público les reembolsaría a estos euro-payos…
Fuente: La Razón.
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