El principal enemigo de la calidad educativa universal es la gratuidad.
Por María Blanco.
Por María Blanco.
El problema educativo en España es el principal drama de nuestros tiempos. En un país con el porcentaje de paro más alto de Europa, que incide especialmente en los jóvenes, una población poco productiva y un modelo económico caduco, la educación es nuestra asignatura pendiente. Mi opción es la libertad y diversidad institucional para que sea el mercado de trabajo el que discrimine y depure las opciones peores.
Desde un punto de vista liberal, la educación no debería ser cosa del Estado, porque se corre el peligro de que el Estado adoctrine a los futuros ciudadanos, como es patente en nuestros colegios. Una de las opciones más difundidas en la corriente liberal es el cheque escolar. En concreto, el cheque ilimitado (sin zonificación escolar para que los padres puedan escoger cualquier colegio, esté cerca o lejos de su domicilio), suplementario (los padres pueden aportar sus propios fondos de manera que la educación se cofinancie) y con transporte incluido, para evitar distorsiones. El cheque aumenta la capacidad de elegir de los padres y, por otro lado, los centros, al competir por atraer a los alumnos, tendrán un incentivo para mejorar su gestión, docencia, instalaciones, etc. El problema de fondo del bono es que no cuestiona el sistema de enseñanza pagado con los impuestos. Y eso implica que las autoridades políticas siguen teniendo en sus manos qué se enseña y cómo. La lógica que subyace a la financiación de la educación con cargo a tributos es que se considera que es un bien público que debe ser garantizado a todo el mundo porque asegura la igualdad de oportunidades en la sociedad y que, al generar externalidades positivas que benefician a todos, todos deben pagarla.
Pero por impopular que parezca, el principal enemigo de la calidad universal educativa es la gratuidad. Quienes han estudiado esta cuestión en el sector más pobre del continente más pobre, África, han llegado a la conclusión de que si faltan los incentivos adecuados para que los padres inviertan en el futuro de sus hijos, el gasto en educación no servirá de nada, pudiendo ser incluso contraproducente. De ahí el éxito de las pequeñas escuelas privadas en África que tan bien describe James Tooley en su libro The beautiful tree. Pero hay más opciones: la educación en casa es una muy atractiva. En la vieja Europa, a diferencia de lo que sucede en los Estados Unidos, no hay un consenso sobre qué tratamiento legal debe tener el homeschooling. Y este vacío legal en unos países, junto con la hiperregulación en otros explican el poco eco (aunque creciente) de quienes defienden el homeschooling. La desinformación y los prejuicios en este terreno han llevado ante los tribunales a muchos padres preocupados por sus hijos. Un niño educado en casa no es necesariamente poco sociable, porque tiene amigos en el parque, en la piscina, en el club deportivo... Es más, se acostumbra a que el trato con mayores sea excepcional. Y su educación está adaptada a su ritmo particular. Una de las críticas al homeschooling es que los padres pueden sesgar la formación del niño. Las sospechas hacia la educación paterna pero la aceptación del adoctrinamiento estatal es una muestra de lo enferma que está la sociedad. Pero si tuviera que ofrecer una solución, la libertad institucional es, desde mi punto de vista, la más adecuada y, por otro lado, la que me ofrece la historia, en concreto, la de las universidades.
Los estudios universitarios suponen una punta de lanza de las políticas sociales de cualquier Gobierno actual. El que para los gestores de las políticas educativas los universitarios sean los votantes recién llegados no es una cuestión irrelevante a la hora de entender este hecho. Sin embargo, en origen, las Universidades surgieron fruto de la rebeldía de maestros y alumnos frente a la intervención de los municipios, que querían limitar la validez de los estudios de su jurisdicción.
Una de las razones principales de la extrañeza que nos produce a día de hoy esa rebeldía al observar cómo está el estado de la cuestión, es el diferente objetivo que entonces y ahora cumplen las Universidades. Entonces era la búsqueda de la verdad científica pura y ahora es asegurar un puesto de trabajo al joven licenciado, y a ser posible, para toda la vida. En el primer caso, esa búsqueda de la verdad llevó al reconocimiento universal de los títulos en la Europa renacentista, a la creación de Oxford para evitar que los jóvenes ingleses se fueran a Francia a estudiar en la Sorbona, y a la aparición de las Reales Academias cuando la Universidad quedó obsoleta. Por el contrario, la filosofía que busca fines comunes para todos y planifica así la calidad del joven estudiante, ha llevado a que Gobiernos insensatos como el español lleven la educación a situaciones tan deprimentes como la actual. La falta de alternativas explica que los alumnos más brillantes, no puedan demostrarlo, o bien que sean absorbidos por Universidades de otros países.
María Blanco es profesora adjunta de Historia del Pensamiento Económico en la Universidad CEU San Pablo.
Fuente: La Gaceta.
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