Por Tamar Shuali Trachtenberg, profesora de Sociología de la Educación en la Universidad Católica de Valencia 'San Vicente Mártir'.
Últimamente cualquier debate en España se inicia con una serie de observaciones que pretenden explicar la actual crisis económica y el desempleo. En el ámbito de la educación también. Tanto políticos como educadores, y las propias familias, entienden que la actual crisis marca un antes y un después en la vida de los ciudadanos españoles, y que el sistema educativo debería tomar cartas en el asunto y tratar de responder a este reto. En este sentido, algunos sostienen hoy que en una sociedad donde el paro tiene una presencia tan aplastante, no se puede educar con la vista puesta en la obtención de un empleo, sino que, más bien, la educación debe ir dirigida fundamentalmente a la adquisición y fomento de valores generales que capaciten al individuo y a la sociedad para la superación de la crisis.
Esta posición –que puede parecer paradójica– no es nueva y, por el contrario, hunde sus raíces en concepciones filosóficas y educativas de muy largo trayecto. Tanto Durkheim, en Europa, como Dewey, en America, sostenía ya en el siglo XIX que la educación no debería limitarse a la función socializadora, y por lo tanto, a la labor de preparación del individuo para la vida laboral. Sin embargo, la evolución seguida por la sociedad moderna y la obsesión por el desarrollo económico hacen que la atención primordial se haya centrado en generar una educación utilitaria, que ofrezca instrumentos y capacidades operativas dirigidas a atender las necesidades materiales del mercado laboral, a la obtención de un empleo. Así lo sostiene hoy el Ministro de Educación y así lo sostienen también buena parte de los rectores de la Universidades: hay que adaptar la educación a las demandas –materiales e inmediatas– de la sociedad. La educación se centra por tanto en las necesidades del colectivo y no en las del individuo.
Frente a la abrumadora realidad del paro, pues, si renunciamos a la obtención de empleo como objetivo primordial de la actividad educativa principal ¿cuál debería ser el objeto principal de la educación? ¿cómo garantizar el sostenimiento y el progreso de nuestra sociedad si no educamos para el empleo?
En primer lugar, cabe afirmar –aunque parezca una idea descabellada– que una buena parte de la gravedad de la actual crisis económica y del elevado desempleo se encuentra, no sólo en la crisis financiera y en el estallido de la burbuja inmobiliaria, sino también en el conjunto de los valores dominantes y de las conductas que éstos inspiran, que nos impiden superar la situación actual. Entre ellos, me atrevería a destacar uno que sobresale con respecto a los demás: la mezquindad, entendida no sólo como falta de generosidad, sino también como la falta de sentimientos nobles, como la falta de altura de miras.
Ya a mediados del primer siglo después de Cristo, Rabí Aquiva construyó su mensaje pedagógico sobre dos ejes: «amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Levítico 19:18) y «educa al joven según su manera de ser». Básicamente, la primera afirmación hace referencia a la solidaridad y la necesidad del compromiso entre los miembros de la comunidad. Mientras que en el segundo afirma el hecho de que cada uno de nosotros es único y merece que esta individualidad sea tenida en cuenta. Individualidad que no cabe confundir con individualismo, por cuanto lo primero hace referencia a nuestra identidad única, a nuestra particularidad, mientras que lo segundo se refiere a una filosofía de vida que prima los intereses individuales sobre el compromiso solidario con la comunidad.
Pero, ¿qué tiene que ver el credo pedagógico de Akiva, de Durkheim, o de Dewey, con la mezquindad, con el desempleo y con la educación? Pues, en realidad, tienen mucho que ver –si bien en sentido negativo–, dado que el sistema educativo actual parece ir en una dirección justamente contraria a la marcada por las líneas filosóficas mencionadas y ello incide directamente en el fenómeno del desempleo.
Así, por un lado, si entendemos por mezquindad la incapacidad de compartir con los demás no sólo los bienes materiales, sino también, los recursos intelectuales, las habilidades, los sentimientos afectivos, además de la incapacidad de demostrar empatía con el otro; y si, por otro lado, por educación entendemos la formación del individuo de acuerdo con pautas que le permitan aportar a la sociedad sus conocimientos y capacidades, es evidente que los valores que transmitamos a través de la educación va a influir decisivamente en el desarrollo de la sociedad y, por lo tanto, en el empleo.
En este sentido, el problema está en el hecho de que la educación actual no fortalece el sentido de comunidad de los individuos, ni los forma atendiendo a su propia individualidad y necesidades. Una educación que, por un lado, fomenta la competitividad entre los individuos –que no remunera comportamiento empático y solidario– y que pone el logro escolar individual por encima de todo, y que, al mismo tiempo, ignora las necesidades –la identidad– de cada individuo, es una educación que impide el desarrollo comunitario y que lleva en sí misma el germen de la desintegración social. Es la educación en la mezquindad, cuyas consecuencias son la mediocridad y la falta de desarrollo.
La educación en la mezquindad se revela, por ejemplo, en aquellos casos en los que, bajo el camuflaje de la igualdad de trato, no son tratados de manera diferente los casos que son diferentes, y en aquellos casos en los que no se remunera –ni en el alumno, ni en el profesor– el mayor esfuerzo o el trabajo bien realizado. La respuesta ha de ser, pues, educar en el valor de la generosidad. Una educación basada en valores comunitarios de solidaridad y, al mismo tiempo, que proteja y atienda al individuo en su diferencia, promoviendo la inclusión y la integración social. Y una educación que remunere el esfuerzo individual y la solidaridad. Como decía Ortega y Gasset «sólo es posible avanzar cuando se mira lejos. Sólo cabe progresar cuando se piensa en grande».
Fuente: Las Provincias.
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