Por Juan Manuel de Prada.
He leído en algún lugar que el nuevo ministro de
Educación, José Ignacio Wert, se define a sí mismo como “democristiano
volteriano” (o “voltairiano”, si ustedes lo prefieren); y no he sabido
si echarme a reír o a llorar.
Decía Unamuno que “la expresión democracia cristiana
me suena a algo así como ecuación colorada o triángulo episcopal; es
decir, dos planos diferentes acollarados: una palabra significa un
régimen político opinable y la otra una religión”. Y si proclamarse
democristiano resulta ya de por sí confuso, ¿qué podemos decir de
proclamarse “democristiano volteriano”? Aquí ya no es que se mezclen dos
planos diferentes, es que se juntan especies antitéticas; y el
“democristiano volteriano” se convierte en una quimera semejante a la
“gallina cuadrúpeda” o a la “doncella puta”.
Es cierto que el evolucionismo llevado hasta sus últimas consecuencias puede hacernos creer en la existencia de gallinas cuadrúpedas y que la rara mezcla de puritanismo hipócrita y relativismo moral propia de nuestra época puede hacernos creer que se puede ser puta y doncella al mismo tiempo; pero el mero conocimiento de las ideas políticas nos enseña que alguien que se autotitula “democristiano volteriano” está ironizando. Y puesto que la propia historia de las ideas políticas nos demuestra que la “democracia cristiana” es, en sí misma, una ironía (la única democracia cristiana sería aquella que reconociese la existencia de un orden natural), ironizar sobre lo que en sí mismo es una ironía, añadiéndole el remoquete de “volteriano”, suena a sarcasmo superlativo; o sea, a cinismo. Ignoramos cuándo el señor Wert se definió a sí mismo como “democristiano volteriano”, y también ante quién lo hizo; de modo que nos cuidaremos de juzgar las razones de que haya elegido una expresión tan turbadoramente cínica.
Es cierto que el evolucionismo llevado hasta sus últimas consecuencias puede hacernos creer en la existencia de gallinas cuadrúpedas y que la rara mezcla de puritanismo hipócrita y relativismo moral propia de nuestra época puede hacernos creer que se puede ser puta y doncella al mismo tiempo; pero el mero conocimiento de las ideas políticas nos enseña que alguien que se autotitula “democristiano volteriano” está ironizando. Y puesto que la propia historia de las ideas políticas nos demuestra que la “democracia cristiana” es, en sí misma, una ironía (la única democracia cristiana sería aquella que reconociese la existencia de un orden natural), ironizar sobre lo que en sí mismo es una ironía, añadiéndole el remoquete de “volteriano”, suena a sarcasmo superlativo; o sea, a cinismo. Ignoramos cuándo el señor Wert se definió a sí mismo como “democristiano volteriano”, y también ante quién lo hizo; de modo que nos cuidaremos de juzgar las razones de que haya elegido una expresión tan turbadoramente cínica.
En sus primeras entrevistas y
declaraciones, el señor Wert, desde luego, se ha cuidado de cultivar
esta faceta cínica de su personalidad, dando rienda suelta, por el
contrario, a otra faceta más “política”, que es la de fábrica de
tópicos, lugares comunes y frases hechas. Pero si el cinismo no se nos
antoja el instrumento más adecuado en alguien que se propone combatir el
destrozo educativo, mucho menos se nos antoja que lo sea el
lugarcomunismo. La apelación al “diálogo” con la comunidad educativa con
la que Wert se ha estrenado, por ejemplo, parece a simple vista una
expectativa promisoria; pero todo diálogo que no se funda en unos
principios establecidos deviene estéril. Un diálogo en torno a la
gallina, por ejemplo, exige que los dialogantes acepten el principio de
que la gallina es (al igual que el resto de las aves) un animal bípedo.
Si el diálogo no acepta tal principio, habrá quienes defiendan la
existencia de gallinas cuadrúpedas; y de ese diálogo sólo podrá brotar
la incomprensión; o, lo que todavía resulta más preocupante, un consenso
estúpido (ni para ti ni para mí) en el que se dictamine que las
gallinas fetén son las que tienen tres patas.
A un ministro de Educación, más que convocar al diálogo, le corresponde establecer los principios sobre los que tal diálogo debe fundarse; de lo contrario, tendremos que deducir que carece de principios (esto es, que es un cínico). Miedo da pensar que, al proclamarse “democristiano volteriano”, Wert estuviese declarando que todos los principios le parecen igualmente válidos, que es la manera fina de declarar que ninguno vale nada. El destrozo educativo no se repara mejorando las calificaciones del informe PISA o incorporando universidades españolas a no sé qué ranking o clasificación.
Estos informes o clasificaciones no son sino “reflejos sociológicos” de una realidad más profunda; y esa realidad más profunda no se logra transformar mediante meras apelaciones al diálogo. Hace falta sentar los principios sobre los que debe fundarse esa transformación; y eso es, precisamente, lo que esperamos del señor Wert, a quien no debería escapársele que las ecuaciones coloradas y los obispos triangulares son imposibles ontológicos.
A un ministro de Educación, más que convocar al diálogo, le corresponde establecer los principios sobre los que tal diálogo debe fundarse; de lo contrario, tendremos que deducir que carece de principios (esto es, que es un cínico). Miedo da pensar que, al proclamarse “democristiano volteriano”, Wert estuviese declarando que todos los principios le parecen igualmente válidos, que es la manera fina de declarar que ninguno vale nada. El destrozo educativo no se repara mejorando las calificaciones del informe PISA o incorporando universidades españolas a no sé qué ranking o clasificación.
Estos informes o clasificaciones no son sino “reflejos sociológicos” de una realidad más profunda; y esa realidad más profunda no se logra transformar mediante meras apelaciones al diálogo. Hace falta sentar los principios sobre los que debe fundarse esa transformación; y eso es, precisamente, lo que esperamos del señor Wert, a quien no debería escapársele que las ecuaciones coloradas y los obispos triangulares son imposibles ontológicos.
Fuente: Padres y Colegios.
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