Por Carlos Jariod Borrego, Presidente de Educación y Persona.
La familia es una de las primeras instituciones que los totalitarismos han atacado con mayor contumacia. Para la manipulación radical de las conciencias individuales se necesita un proyecto bien elaborado (instrumentos de propaganda, lacayos convencidos, dinero, poder) de inversión cultural, estructurado en conceptos sobre el hombre y la sociedad. Para ese equipaje teórico siempre hay intelectuales –estómagos agradecidos– dispuestos a prestar su sabiduría al proyecto de ingeniería social de turno.
La institución familiar es el primer obstáculo que los ideólogos tienen que destruir. Sabemos que el modo elegido actualmente no es tanto la destrucción de la institución familiar como tal –propuesta por Marx y Engels o por los antipsiquiatras, por ejemplo–, cuanto el vaciarla de contenido: casi cualquier unión es ya considerada familia.
Pero lo que hace peligrosa a la familia es un hecho inaceptable para los dictadores de antaño y sus aprendices actuales: en ella se educan los afectos de las nuevas generaciones, de los hijos. En efecto, la educación de la afectividad siempre ha estado a cargo de los padres; es más, la función educativa principal de los padres estriba en la educación de los afectos de los hijos. El equilibrio afectivo, la armonía de los sentimientos de los hijos es la gran tarea educativa que se da en el hogar familiar. Sin ese equilibrio es luego muy difícil que los hijos puedan desarrollarse con la plenitud que su naturaleza pide. El equilibrio afectivo es, sin duda, la condición necesaria para que se desplieguen la inteligencia y la voluntad del joven. Buena parte de los problemas que muchos alumnos muestran en las aulas obedece a una inmadurez afectiva que hace muy costoso el trabajo propiamente educativo.
Hasta ahora la escuela ha respetado la responsabilidad educadora de los padres. Se ha dado por supuesto que esa responsabilidad era de índole moral: la adquisición de hábitos de conducta y de virtudes comúnmente aceptadas. También se daba por supuesto que esa educación moral familiar, aunque a veces muy elemental, se fundamentaba en una educación de los afectos. El niño sentía respeto hacia la figura del maestro, aceptaba la necesidad de que estudiar supone sacrificio y podía alegrarse de los éxitos logrados después del esfuerzo hecho. La escuela colaboraba con la familia en ese ámbito, pero de ninguna manera la suplantaba.
Pues bien, los actuales aprendices de dictadores quieren destruir el derecho de los padres a educar afectiva y moralmente a sus hijos. Los padres molestan; es el Estado quien se hará cargo de la educación afectiva de sus ciudadanos (¿súbditos?). Por desgracia, la historia se repite.
Invito al lector a que lea los veintitrés sobrecogedores folios escritos por la Abogacía del Estado al Tribunal Constitucional, oponiéndose al amparo de unos padres objetores a Educación para la ciudadanía. Ya al final, para justificar la intervención del Estado en la afectividad de nuestros hijos, escribe:
Un Estado omnímodo, omnipotente, que tiene a la mayoría como coartada política y legal. Joseph Ratzinger, en su libro Verdad, valores, poder, escribió:
Platón supo de esto. En su Libro V de República, cuando trata sobre la educación de la clase principal, la de los guerreros, escribe: “que todas estas mujeres [guerreras] deben ser comunes a todos estos hombres [guerreros], ninguna cohabitará en privado con ningún hombre; los hijos, a su vez, serán comunes, y ni el padre conocerá a su hijo ni el hijo al padre”.
En efecto, el Estado vencerá sólo cuando el padre no conozca a su hijo ni el hijo sepa quién es su padre.
La institución familiar es el primer obstáculo que los ideólogos tienen que destruir. Sabemos que el modo elegido actualmente no es tanto la destrucción de la institución familiar como tal –propuesta por Marx y Engels o por los antipsiquiatras, por ejemplo–, cuanto el vaciarla de contenido: casi cualquier unión es ya considerada familia.
Pero lo que hace peligrosa a la familia es un hecho inaceptable para los dictadores de antaño y sus aprendices actuales: en ella se educan los afectos de las nuevas generaciones, de los hijos. En efecto, la educación de la afectividad siempre ha estado a cargo de los padres; es más, la función educativa principal de los padres estriba en la educación de los afectos de los hijos. El equilibrio afectivo, la armonía de los sentimientos de los hijos es la gran tarea educativa que se da en el hogar familiar. Sin ese equilibrio es luego muy difícil que los hijos puedan desarrollarse con la plenitud que su naturaleza pide. El equilibrio afectivo es, sin duda, la condición necesaria para que se desplieguen la inteligencia y la voluntad del joven. Buena parte de los problemas que muchos alumnos muestran en las aulas obedece a una inmadurez afectiva que hace muy costoso el trabajo propiamente educativo.
Hasta ahora la escuela ha respetado la responsabilidad educadora de los padres. Se ha dado por supuesto que esa responsabilidad era de índole moral: la adquisición de hábitos de conducta y de virtudes comúnmente aceptadas. También se daba por supuesto que esa educación moral familiar, aunque a veces muy elemental, se fundamentaba en una educación de los afectos. El niño sentía respeto hacia la figura del maestro, aceptaba la necesidad de que estudiar supone sacrificio y podía alegrarse de los éxitos logrados después del esfuerzo hecho. La escuela colaboraba con la familia en ese ámbito, pero de ninguna manera la suplantaba.
Pues bien, los actuales aprendices de dictadores quieren destruir el derecho de los padres a educar afectiva y moralmente a sus hijos. Los padres molestan; es el Estado quien se hará cargo de la educación afectiva de sus ciudadanos (¿súbditos?). Por desgracia, la historia se repite.
Invito al lector a que lea los veintitrés sobrecogedores folios escritos por la Abogacía del Estado al Tribunal Constitucional, oponiéndose al amparo de unos padres objetores a Educación para la ciudadanía. Ya al final, para justificar la intervención del Estado en la afectividad de nuestros hijos, escribe:
“La educación no es solo transmisión de conocimientos, sino formación de las emociones y los sentimientos. No es tanto la persuasión intelectual cuanto el compromiso emocional lo que crea el hábito de la virtud cívica. El pleno desarrollo de la personalidad (art. 27.2 CE) incluye también la educación de los sentimientos y emociones (…)”.Naturalmente el cebo ideológico está en que el Estado se limita a los valores cívicos; añagaza palurda para lerdos que pretende ignorar que en muchos centros educativos se fomenta el aborto, la homosexualidad y el relativismo moral con dinero público. Un relativismo, por cierto, que según el Abogado del Estado es lo que define a la democracia. Lean:
“La democracia no tiene que pedir perdón por ser un régimen esencialmente relativista; sanamente relativista podría decirse. Por su propia esencia, un régimen democrático nunca puede basarse en ningún absolutismo doctrinal”.El Abogado del Estado confunde relativismo con pluralismo. Error de primero de carrera, pero poco importa porque de lo que se trata es de que el Estado lo controle todo: también los afectos de nuestros hijos. La familia es el primer adversario a batir; luego irá la persona individual.
Un Estado omnímodo, omnipotente, que tiene a la mayoría como coartada política y legal. Joseph Ratzinger, en su libro Verdad, valores, poder, escribió:
“La idea de que en la democracia lo único decisivo es la mayoría y que la fuente del derecho no pueda ser otra cosa que las convicciones mayoritarias de los ciudadanos tiene, sin duda, algo cautivador. Siempre que se impone obligatoriamente a la mayoría algo no querido ni decidido por ella parece como si impugnáramos su libertad y negáramos la esencia de la democracia. Cualquier otra teoría supone, al parecer, un dogmatismo que socava la autodeterminación e inhabilita a los ciudadanos, convirtiéndose en imperio de la esclavitud. Mas, por otro lado, es indudable que la mayoría no es infalible y que sus errores no afectan sólo a asuntos periféricos, sino que ponen en cuestión bienes fundamentales que dejan sin garantía la dignidad humana y los derechos del hombre, es decir, se derrumba la finalidad de la libertad, pues ni la esencia de los derechos humanos ni la de la libertad es evidente para la mayoría. La historia de nuestro siglo ha demostrado dramáticamente que la mayoría es manipulable y fácil de seducir y que la libertad puede ser destruida en nombre de la libertad”.Pero controlar las conciencias individuales y así asegurarse una mayoría becerra no es fácil. Se necesita mucho más que un abogado del Estado dócil. Se necesita todo un sistema educativo puesto al servicio del poder que sustituya la institución familiar de la sociedad o la banalice de tal modo que deje de educar.
Platón supo de esto. En su Libro V de República, cuando trata sobre la educación de la clase principal, la de los guerreros, escribe: “que todas estas mujeres [guerreras] deben ser comunes a todos estos hombres [guerreros], ninguna cohabitará en privado con ningún hombre; los hijos, a su vez, serán comunes, y ni el padre conocerá a su hijo ni el hijo al padre”.
En efecto, el Estado vencerá sólo cuando el padre no conozca a su hijo ni el hijo sepa quién es su padre.
Funte: Análisis Digital.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Se agradecen los comentarios