Por Carlos Seco, presidente de Fecapa.
Preparando la Jornada de Familias que celebramos el próximo 5 de marzo en Fecapa, pensaba que es cierto que no corren buenos tiempos para la educación. Una realidad que se ha repetido ya tantas veces como las ocasiones que se han dejado escapar sin al menos intentarlo remediar. Las pruebas de diagnóstico del informe PISA evidencian una gran parte de esos males. Otros se deben a que la educación ha dejado de ser un medio para la formación integral del ser humano, donde se desarrollen su personalidad y sus capacidades, para convertirse en un fin en sí mismo para configurar al ciudadano como un elemento productivo de la sociedad. Y a ello sirven materias como Educación para la Ciudadanía, Ciencias para un mundo contemporáneo o Educación afectivo-sexual, que constituyen el itinerario de una obra de ingeniería educativo-social.
Sin embargo, soy optimista. Y creo que las cosas van a cambiar, que como dice el Cántico de Zacarías, por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tiniebla y en sombra de muerte, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz. El Concilio Vaticano II nos recuerda a las familias que a es nosotros a quienes corresponde el derecho de determinar la forma de educación religiosa que se ha de dar a sus hijos, según sus propias convicciones religiosas (...) Y añade que se violan, además, los derechos de los padres, si se obliga a los hijos a asistir a lecciones escolares que no corresponden a la persuasión religiosa de los padres, o si se impone un único sistema de educación del que se excluye totalmente la formación religiosa. Esta afirmación encuentra su correspondencia en la Declaración Universal de los Derechos Humanos (art. 26), en la de los Derechos del Niño y en muchos otros Tratados Internacionales. También en el art. 27.3 de la Constitución. Y en la doctrina de nuestro Tribunal Supremo, en sentencia sobre Objeción de Conciencia a EpC, que la ha plasmado diciendo que será exigible una posición de neutralidad por parte del poder público cuando se esté ante valores distintos a los comúnmente aceptados, subyacentes en los Derechos Fundamentales establecidos en la Constitución de 1978.
He oído decir muchas veces que la familia ha abdicado de su responsabilidad educativa. Que entregamos a nuestros hijos a los colegios con tres años, para recogerlos cuando vayan a estudiar en la Universidad, si es que llegan y no caen en el camino. Y que no les prestamos atención. Sin embargo, yo conozco muchas familias, la inmensa mayoría de ellas, que en estas fechas están muy preocupadas por si podrán escolarizarlos en el colegio que ellos quieren para sus hijos; familias que hablan frecuentemente con el profesorado, que piden tutorías y que están atentos a la evaluación educativa de sus hijos. Familias que se agrupan para colaborar con el profesorado, para participar en las actividades del centro y que sacrifican su tiempo para asumir responsabilidades en sus órganos de dirección. Padres y madres que a diario dialogan y preguntan a sus hijos por las actividades que han desarrollado en clase, que les preguntan por los exámenes que han hecho o los que tienen que hacer. Que durante el fin de semana, o si pueden a diario, ayudan en casa a sus hijos en las actividades escolares.
Que existen casos excepcionales, sí, pero eso no responde a la realidad de la generalidad. Por lo tanto, es falsa esa afirmación de pasotismo educativo de las familias. Una idea lanzada con intereses oscuros para que cuaje en la opinión pública. Y se convierta en una verdad lo que realmente es falso, pues ¿es que acaso no es verdad que para cualquier padre o madre sus hijos son lo más importante en sus vidas, que son lo primero? Todas las familias sabemos que esa es nuestra responsabilidad, porque queremos y amamos a nuestros hijos. Que ellos son espejo y reflejo de nuestras propias vidas. Y, lo que es más importante, también sabemos que el espacio que en su educación nosotros abandonemos lo ocuparán otros, que podrán conducirlos por otros caminos que no deseamos para ellos, y que ese será un espacio que jamás volveremos a recuperar. Nadie como nosotros defiende y defenderá jamas ese tesoro en vasija de barro que Dios nos ha entregado prestado. Nuestros hijos, que son sus hijos.
Y aprovecho para confesar públicamente el Salmo 50, que dice: «Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado: contra ti, contra ti solo pequé, cometí la maldad que aborreces».
Fuente: ABC.
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