Esperanza Aguirre prometió durante la pasada campaña electoral que los padres de alumnos residentes en la Comunidad de Madrid podrán elegir el colegio de sus hijos sin atenerse al criterio de proximidad geográfica que hasta ahora ha regido en el proceso de adjudicación.
Se trataría, pues, de aplicar el mismo criterio que la Comunidad de Madrid ha establecido en sanidad, mediante la implantación de la libre elección de médicos y centros de atención primaria y de especialidades. La promesa supone, desde luego, un reconocimiento del derecho de los padres a elegir el tipo de educación que desean para sus hijos, reconocido en nuestra Constitución y sistemáticamente pisoteado por las administraciones públicas; pero debe considerarse con cierta prevención, pues sin duda añadirá problemas en la adjudicación de plazas para aquellos centros que reciban un número ingente de solicitudes.
La supresión de la “zonificación” es, desde luego, una medida loable; pero como tantas medidas loables impulsadas en nuestra época adolece de un defecto: ataca el mal en sus consecuencias, sin atreverse a cuestionar sus causas. A nadie se le escapa que los colegios más solicitados por los padres son concertados; esto es un hecho incontestable, consecuencia del deterioro de la educación pública (o siquiera de la percepción de deterioro extendida entre sectores cada vez más amplios de la población). Muchos de estos centros concertados pertenecen a lo que denominamos genéricamente “escuela católica”: fundados y atendidos por órdenes y congregaciones religiosas, o por instituciones de inspiración católica. Esperanza Aguirre ha afirmado que la nueva normativa “aumentará la autonomía de los centros para admitir alumnos cuando haya más peticiones y estén empatados en los puntos que da la legislación” (puntos que se adjudican por criterios de renta o por la presencia de otros hijos de los solicitantes en el mismo centro). Pero, ¿en que consistirá esta “mayor autonomía de los centros”? El único criterio coherente que las escuelas concertadas católicas podrían esgrimir para aceptar o denegar una solicitud es que los padres solicitantes se declaren católicos practicantes y expresen su deseo de que sus hijos sean formados conforme a las creencias que profesan y desean transmitirles; pero este criterio no pueden esgrimirlo las escuelas concertadas católicas, que deben conformarse con que los padres expresen su “respeto” al ideario del centro. Son muchos los padres que eligen escuelas católicas sin profesar la fe católica, o profesándola de modo “sui generis”; y que buscan en las escuelas católicas un refugio frente a una educación pública que juzgan indisciplinada, adoctrinadora o insuficiente. De este modo, la escuela católica corre el riesgo –a su pesar– de convertirse en una “escuela de élite”: algo que sus enemigos no cesan de denunciar (aunque no sea cierto); algo que las escuelas católicas deberían evitar muy celosamente, pues su cometido no es “ofertar” una educación más esmerada que los centros públicos, sino formar verdaderos católicos.
Sospecho que la abolición del criterio de proximidad geográfica acrecentará aún más el porcentaje de padres no católicos, o católicos “sui generis”, que soliciten la admisión de sus hijos en escuelas concertadas católicas en demanda de una educación más disciplinada o exigente, y no por compartir los principios que guían la vocación educativa de tales centros. Lo cual, a la postre, redundaría en una mayor pérdida de su identidad católica, que es la trampa latente en los conciertos y me temo que también en esta promesa electoral de Esperanza Aguirre. Trampa que sólo se lograría salvar si en esa mayor “autonomía” que se promete se incluyera la posibilidad de que las escuelas católicas pudieran acoger preferentemente a aquellos alumnos cuyos padres no estuviesen movidos en su solicitud por el mayor prestigio o predicamento del centro, sino por sinceras convicciones religiosas. Pero la “autonomía” no llegará a tanto; y aquí es donde se halla la raíz del mal, que la abolición del criterio de proximidad geográfica no contribuirá a combatir, me temo.
Fuente: Padres y colegios.
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