Por Juan Manuel de Prada.
El nuevo gobierno tiene ante sí una oportunidad histórica para promover la reforma que nuestro sistema educativo precisa.
Es una convención aseverar tal cosa cada vez que un nuevo gobierno es
elegido; pero ahora la convención se torna necesidad apremiante. Uno de
cada dos jóvenes españoles en disposición de trabajar hace cola en el
paro; y esta imagen, que sirve para resumir la magnitud de la crisis
económica que nos fustiga, sirve también como cifra de nuestro fracaso
educativo. Una sociedad que no sabe qué hacer con la mitad de los
jóvenes que abandonan la escuela, el instituto o la universidad con un
título debajo del brazo es una sociedad quebrada en su misma médula y
condenada a la parálisis. Reparar esa médula quebrada exige la
intervención de un cirujano de pulso firme, y también una convalecencia
sufrida y abnegada; pero si el cirujano no se decide o la sociedad no se
apresta al esfuerzo vital de la convalecencia, no nos resta más
horizonte que la silla de ruedas. Y, a este paso, no habrá ni siquiera
quién la empuje.
La primera condición para una reforma educativa
reparadora consiste en sacar la escuela de la batalla ideológica.
Mientras nuestros gobernantes sigan viendo en la escuela un granero de
votos y una ocasión para implantar los paradigmas culturales que
favorecen su hegemonía política, toda reforma educativa resultará tan
estéril como arar en el mar. El nuevo gobierno dispone de una mayoría
sobrada para impulsar los cambios que nuestra escuela demanda; pero esa
mayoría es coyuntural, fácilmente reversible en unas elecciones
posteriores. Y la escuela no puede seguir sometida al albur de las
mayorías parlamentarias: sometida ha estado en las últimas décadas; y el
resultado de tal sometimiento lo tenemos ante nuestros ojos. Hacen
falta políticos con grandeza de ánimo, capaces de entender que los
dueños de la educación no pueden ser ellos, sino sus destinatarios.
Pero, ¿tenemos políticos con grandeza de ánimo suficiente para renunciar
al rédito que procura una educación ideologizada, puesta al servicio de
sus intereses de perpetuación o asalto al poder? Si tuviéramos que
responder a la vista de la experiencia reciente, reconoceríamos que no.
Pero las situaciones graves exigen ánimos generosos; y queremos creer
que esos ánimos existen.
Y educar es ayudar a discernir talentos, vocaciones, méritos y capacidades. Si uno de cada dos jóvenes hacen cola en las oficinas del paro es porque la educación no cumple ese fin primordial. La necesaria igualdad de oportunidades que debe inspirar cualquier sistema educativo justo no puede confundirse con una igualdad de fines: el paso por la escuela debe servir a nuestros jóvenes para medir sus capacidades, para probar sus méritos, para escudriñar sus vocaciones, para hacer fructíferos sus talentos. Una escuela que no fomenta este discernimiento, en aras de un igualitarismo demagógico, sólo generará fracaso y desaliento, abulia y postración. Que es lo que ha generado hasta ahora, como demuestra la cola del paro.
Claro que unos gobernantes con grandeza
de ánimo serían insuficientes si la propia sociedad no estuviese
dispuesta a aceptar el envite. A los gobernantes corresponde la
“policía” educativa, esto es, el marco normativo y la vigilancia
administrativa que garanticen la transformación de nuestra escuela; pero
la reforma educativa es sobre todo una tarea social. Una sociedad rota,
desvinculada, que se ha desentendido de la educación de sus hijos y
demanda al Estado que supla su inacción hará imposible cualquier intento
de regeneración; o, todavía peor, entregará la educación a la ideología
gubernativa de turno. “Los padres son los primeros educadores”, suele
repetirse, con propensión al tópico; en realidad, son los primeros, los
segundos, los terceros y los últimos: faltando ellos no hay educación
posible, porque la escuela no es sino la prolongación de la familia, la
familia “por otros medios”. Allá donde el tejido familiar no cimienta,
nutre e impulsa la educación; allá donde la educación de los hijos no es
la primera obligación familiar, se brinda a la “policía” educativa del
Estado una tentación acaparadora.
Y educar es ayudar a discernir talentos, vocaciones, méritos y capacidades. Si uno de cada dos jóvenes hacen cola en las oficinas del paro es porque la educación no cumple ese fin primordial. La necesaria igualdad de oportunidades que debe inspirar cualquier sistema educativo justo no puede confundirse con una igualdad de fines: el paso por la escuela debe servir a nuestros jóvenes para medir sus capacidades, para probar sus méritos, para escudriñar sus vocaciones, para hacer fructíferos sus talentos. Una escuela que no fomenta este discernimiento, en aras de un igualitarismo demagógico, sólo generará fracaso y desaliento, abulia y postración. Que es lo que ha generado hasta ahora, como demuestra la cola del paro.
Fuente: Padres y Colegios.
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