Por Alicia V. Rubio Calle.
El adoctrinamiento y la enseñanza de valores morales a espaldas de los
padres es un fenómeno que existe desde que se junta a un educador y a un
educando. Es imposible la transmisión de conocimientos en
determinadas áreas del saber en la que no se trasluzca la ideología del
maestro. Y desde que ponemos a nuestros hijos en manos de otros
para que los instruya debemos admitir esta posibilidad, que se
multiplica con la concepción actual de que el maestro no sólo debe
instruir sino educar, transmitir valores y formar personas.
Puede que sea imposible la neutralidad absoluta, pero si no es posible lograr lo ideal, podemos intentarlo y alcanzar lo bueno o lo mejor. Por ello, creo que el verdadero problema surge cuando tratamos de determinar hasta donde estamos dispuestos a delegar muestras funciones de padres y donde ponemos el límite a la transmisión de valores e ideologías de los enseñantes o del Estado.
Hace unos años esa batalla estaba casi perdida: un progresivo goteo de corrección política había calado en nuestras conciencias y asumíamos que oponerse a la opinión de los progresistas era ser un «carca»; un laisser faire, laissez passer,
había hecho tomar posiciones de relevancia a concepciones de la vida
discutibles que se habían hecho pasar por casi unánimes, como podría ser
el caso de la ideología de género.
La falta de espíritu crítico frente a todo lo que venía de las administraciones había dado barra libre a la impartición de cursillos de diversos temas
con enfoques controvertidos y sin consenso social (sexualidad,
violencia de género, aborto…) con el fin de formar a los menores sin que
se contara con la opinión de los padres ni con la necesidad real de los
alumnos de ser «formados» o informados en tales temas.
El tópico de la «libertad de cátedra» que ya daba paso, cuando yo estudiaba en la transición, al abuso del profesor desaprensivo que aprovechaba para dar arengas ideológicas (siempre
en aras de una libertad de opinión del docente que atropellaba la
libertad de formación, conciencia y elección del alumno desde la
superioridad moral, intelectual y jerárquica del maestro) se había
convertido en un «coladero» del «todo vale de puertas adentro».
De repente, el Estado quiso dar un paso más en el modelado de conciencias y EpC, esa pequeña «pica en Flandes» del totalitarismo, nos
despertó a muchos del letargo en el que años de indefensión moral,
desorientación y confianza en la búsqueda del bien común por parte del
Estado, nos había sumido.
Esa «vuelta de tuerca», un pequeño giro de muñeca, fue la gota que
colmó el vaso y nos avisó de que ya no debíamos aceptar más gotas. Esa
«píldora endulzada» que habría de volverse amarga con el tiempo para los
que la habían prescrito, supuso un movimiento de resistencia tan
desesperado como la defensa del cuartel de Monteleón, tan lleno de razón
como Don Pelayo en Covadonga… y aunque no tan heroicos como Guzmán el
Bueno, tuvimos que elegir entre la comodidad de nuestros hijos y la defensa del bien común.
EpC tuvo la virtud de alertarnos, de hacernos asumir la defensa de
nuestros derechos, maltrechos y abandonados a las manos de cualquier
creador de realidades virtuales, de cualquier orientador en valores con
el objetivo de mejorar el mundo según su ideología.
A partir de ahora hay muchos ciudadanos despiertos. Y aunque el toque de alarma no haga que todos luchen con la misma intensidad, ya no nos van a pillar dormidos.
A partir de ahora hay fundamentos y ganas para defender que la
enseñanza de la biología del sexo no abarca la metafísica de la
sexualidad o los métodos anticonceptivos, ni el aprendizaje de la
historia se sustenta en una única e indiscutible interpretación de la
misma.
EpC ha justificado la lucha, ha establecido las trincheras y ha roto cualquier armisticio respecto a la manipulación de las conciencias de nuestros hijos.
«No hay mal que por bien no venga». «Dios escribe recto con renglones
torcidos». No hay nada nuevo bajo el sol y la sabiduría popular nos
demuestra que situaciones parecidas, en las que empeorar es un revulsivo
para reaccionar, ya se habían vivido. «Poner pies en pared», «hasta
aquí hemos llegado».
«Tocar fondo y empezar a subir». Está en las manos de todos los que
nos hemos dado cuenta de que más abajo está el abismo, empujar con
fuerza hacia arriba, mostrar el camino hacia la superficie. Gracias a EpC es posible que la inundación no nos pille durmiendo.
Tratando de aportar una visión positiva a un artículo de ADVCE: ¿Desaparece la EpC, o no?
Fuente: Profesionales por la Ética.
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