Por José Mª Martí Sánchez, doctor en Derecho.
Se insiste en que la clave de la integración y el buen funcionamiento de
la sociedad es implantar y hacer operativos –con los resortes del poder
y el concurso de los medios de masas– los valores democráticos. Es la
justificación de “Educación para la ciudadanía”. A ella se le encomienda
garantizar y legitimar los presupuestos metajurídicos (“ética común”)
del sistema político. Su misión es formar ciudadanos que asuman aquellos
valores.
Hay un equívoco sobre lo que significa “democrático”. En principio,
se refiere al modo de designar los cargos de gobierno, pero, en los
sistemas políticos actuales, el término implica una concepción del
ejercicio del poder (“Estado social y democrático de Derecho). Un paso
más, en dirección totalitaria, se daría si se imbuye al poder de un
proyecto mesiánico (reformista), contrario a la libertad personal –franquía para realizar la propia vocación–.
En la historia tenemos ejemplos de “democracias radicales”, como la
de la II República. Se reconocen por los adjetivos que las califican:
democracia popular, proletaria, revolucionaria, progresista
(¿avanzada?), deliberativa o laicista (“nadie puede imponer a los demás
creencias u obligaciones derivadas de sus propias creencias”, según
Rodríguez Zapatero). Estos son regímenes que no ofrecen alternancia real
ni margen de crítica.
En el siglo XVIII, Rousseau impulsó una democracia de aquella índole,
con la religión civil en su vértice (César Vidal). Hoy se perpetúa,
merced a la “cultura” hegemónica del relativismo o «totalitarismo débil»
(Sánchez Cámara). Rodríguez Zapatero sostuvo que: “La democracia exige
un Estado aconfesional y una cultura pública basada en valores laicos.”
La propensión a entender “democracia” y “democrático” más como
conjunto de actitudes y normas de conducta, que como proceso de elegir
una opción, en vistas al bien común, desemboca en una cultura oficial.
Se remodelan conceptos tan básicos como el de persona (excluyendo la
vida naciente) o matrimonio y familia. En este contexto, la escuela,
dirigida ideológicamente, inculca “valores democráticos”, en su acepción
progresista (Glenn).
La presión ideológica de los poderes públicos vacía de las
convicciones y rasgos de identidad propios y los reemplaza por la
consigna. El fenómeno ya se vivió en la primera mitad del siglo pasado.
Ortega advirtió contra la “desindividualización” o masificación: “La
divinidad abstracta de «lo colectivo» vuelve ya a ejercer su tiranía y
está causando estragos en toda Europa… El poder público nos fuerza a dar
cada día mayor cantidad de nuestra existencia a la sociedad”. Jardiel
Poncela denunció la sustitución del “individualismo duro heroico de
otros tiempos […] por un colectivismo blando, cómodo, femenino y fácil.
[…] El hombre, que se ha vuelto cobarde para afrontar la vida él solo y
de cara, se ha vuelto valiente para hacerse pistolero en pandilla”.
El daño del intervencionismo y su efecto despersonalizador lo constatamos en la educación y el arte.
No es sólo la “Educación para la ciudadanía”, también la Pedagogía está
instrumentalizada políticamente. Hanna Arendt, en su ensayo “Entre el
pasado y el futuro”, explicó cómo “educación” adquirió en política un
sentido perverso: “la meta verdadera es la coacción sin el uso de la
fuerza”. Apoyados en la ilusión de crear un “mundo nuevo”, las teorías
educativas modernas rechazaron la sensatez. En su lugar, impulsaron el
igualitarismo, el constructivismo, el pragmatismo (no se transmite
conocimiento sino que se enseña una habilidad) y la irresponsabilidad
(de profesores y alumnos). La Pedagogía se desarrolló “como una ciencia
de la enseñanza […] que llegó a emanciparse por completo de la materia
concreta que se va a transmitir”.
Como dice un profesor de Universidad, Ibán C. Iván, hoy “no se confía
en las personas (los maestros), sino en el sistema (la evaluación
continuada).” Con este criterio, se selecciona al profesorado y se miden
sus méritos y los de los estudiantes. “Se pretende que la libertad del
docente quede reducida a la nada, pues sus programas, modos de
enseñanza, etc., deberán ser evaluados. Es una manifestación de la falta
de confianza en las personas y su sustitución por la confianza en los
métodos de control”. Michael Strong, en una entrevista (Libertad
Digital, 16 enero 2011), como reacción al anquilosamiento y baja calidad
de la enseñanza, reclamaba “transferir el control de la educación de
los burócratas hacia los padres y estudiantes”. Se trata, con ambas
ideas, de combatir el anonimato, la asfixia oficialista, denunciada por
González de Cardedal.
En arte se observa el mismo inconveniente. Enrique Andrés Ruiz,
escritor y crítico de arte, reflexiona sobre la desaparición de las
bellas artes concretas (pintura, escultura, poesía, etc.), en beneficio
de una estética expandida. Las “instituciones culturales administradas
por el progresismo radical” han propiciado, desde los años setenta, que
lo que hoy se llama estética se convierta en “una radicalización de la
política” y la “cultura contemporánea en una totalización ideológica”.
Su denominador común sería “una especie de contraseña, que sugiere
enseguida el propósito de transformación radical que no ha sido posible
en la realidad”. (La Gaceta, 16 enero 2011). Los efectos se ven en la
subvencionada industria del cine.
Frente al panorama descrito, Guardini previene del error de fiarlo
todo al Estado social u otro poder externo. “El hombre no pude
refugiarse en ningún sistema de leyes, ni de la naturaleza ni de la
historia, sino que tiene que comprometerse a sí mismo, y en ello residen
precisamente las posibilidades del futuro”. Sin responsabilidad nada se
puede construir. Pero el gusto por una libertad bien administrada,
exige que la persona recupere el punto de convergencia, el cultivo de la
vida interior. “Sólo nos empuja irresistiblemente hacia la vida lo que
por entero inunda nuestra cuenca interior” (Ortega y Gasset).
Ahora que se plantea revisar la “Educación para la ciudadanía”,
implantada por la ideológica Ley Orgánica de Educación (2006), ¿no
debería primero pensarse si la asignatura en sí, más allá de su enfoque y
contenidos, va en la buena dirección? Nuestra experiencia y los
argumentos expuestos responden rotundamente que no. Hay que confiar en
la familia que forma en la responsabilidad. Así lo ha percibido
Benedicto XVI que, en el mensaje para la Jornada Mundial de la Paz (1
enero 2012), se dirigió “a los responsables políticos, pidiéndoles que
ayuden concretamente a las familias e instituciones educativas a ejercer
su derecho deber de educar”. En los mismos términos, habría que
plantearse la revisión del mecenazgo, como instrumento de genuina
cultura, que gravita sobre la creatividad del artista y la iniciativa
social.
Hoy adolecemos de falta de esperanza. Ha fracasado el dirigismo oficialista. Hay que cambiar de paradigma cultural y apostar por la persona.
En ella encontramos la capacidad de transformar la realidad y abrirla a
los bienes del espíritu. “La vocación intelectual de compromiso con la
verdad” (López-Sidro), no es exclusiva del profesor. Es la aportación
del artista y de todo hombre de buena voluntad, para un futuro mejor.
Frente a la inflación política e ideológica, hay que “afirmarse de nuevo
en la obligación de la verdad, en el derecho de la verdad” (Ortega y
Gasset).
Fuente: Análisis Digital.
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