Por Antonio Hernández-Gil.
Europa se ha quedado sin moral. Las palabras de Ortega en La rebelión de las masas se repiten, seguramente con exceso, en estos tiempos de crisis. Da pudor opinar sobre la moral ajena, aunque sea bajo la coartada de un colectivo (Europa) que tampoco sabríamos definir exactamente. Antes de hablar así, convendría hacer ciertas precisiones sobre el sentido de «moral» y preguntar por las convenciones lingüísticas de los demás. Para entendernos. Por eso es mejor rebajar la solemnidad de las palabras y decir que Europa se está quedando sin educación.
Como en otros ámbitos, Europa pierde centralidad. Me remito al último Informe PISA sobre la enseñanza en la OCDE, que muestra el auge de algunos países asiáticos y el estancamiento de España y buena parte de Europa; o a los diversos rankings donde las universidades americanas van dejando huecos hacia el Este en un escenario no hace tanto dominado por Europa. Y nuestra dinámica no es esperanzadora. Basta preguntar a los docentes. En España, pero también en Italia, donde se viven jornadas de protesta por el exceso de normas, la falta de medios y los recortes a las becas; o en una Inglaterra incendiada ante la subida de las tasas universitarias. Por no hablar de Grecia.
Es cierto que Europa lidia con un serio problema de inmigración y que, aunque esté lejos de darle al extranjero el trato justo que algunos reivindicamos desde un ideal cosmopolita, los grandes esfuerzos que se hacen por su integración penalizan el rendimiento medio del sistema educativo. También son ciertas nuestra crisis económica y la sensación de no poder seguir sufragando los costes sociales que hemos sabido darnos, como si la enseñanza (pública) fuera un coste más. Nada ayuda.
Sin embargo, la educación es prioritaria. Está en la base de la generación de valor y cohesión social. La mejor inversión de futuro. Y hay margen para optimizar los recursos disponibles desviando hacia la educación parte de los que se consumen en áreas de acción pública infinitamente menos rentables socialmente, sea por la atención a políticas marginales y no productivas o por el mantenimiento de estructuras administrativas ineficientes.
Sumando la inestabilidad legislativa a la falta de apoyo real al profesorado y a sus necesidades materiales para enseñar y vivir, o a la inversa, el diagnóstico tiene que ver con la dispersión de las áreas de decisión y el localismo excesivo. También con la instrumentalización del debate político sobre la enseñanza, enfocado al corto plazo de las elecciones o —aún peor— de las encuestas que guían a ciegas las acciones de gobierno. Falta el horizonte necesario —en el espacio y en el tiempo— para diseñar sistemas que maduren y den réditos a favor de otras generaciones, en un entorno competitivo donde solo progresarán quienes acierten con una política educativa de largo alcance, amplio consenso y capaz de anticipar las necesidades de una sociedad en evolución. Mejor sociedad que mercado: en materia de educación no deben actuar solo vectores económicos, sino también las convicciones colectivas profundas acerca de la clase de futuro para el que queremos prepararnos. De ahí la necesidad del consenso social.
Solo he conocido la enseñanza pública. En el Instituto Ramiro de Maeztu de Madrid tuve los mejores profesores imaginables. Recuerdo al buen maestro que perdió a su familia al estrellarse el seiscientos en que viajaban. Nos hizo ver de cerca a un puñado de niños las heridas injustas de la muerte y el valor ejemplar de la dignidad. Una lección dolorosa, difícil de replicar cuando se cuestiona la autoridad del profesor hasta llegar al acoso moral o físico. En los últimos años disfruté de experiencias inolvidables: el profesor Brañas, cuyos ojos entrecerrados brillaban al tratar de inyectarnos en vena el ibant obscuri sola sub nocte per umbram, de Virgilio; la profesora Toranzos, que simplificaba de tal modo el griego homérico que lo podíamos leer aquellos preadolescentes medio imberbes y medio bárbaros, a medida que nos civilizábamos; el padre Mindán Manero, embozado en una sotana que arrastraba hasta el suelo, las manos a la espalda, grandes zancadas, explicando tan razonadamente a Platón y a Nietzsche que era imposible saber con qué carta se quedaba; o Jaime Oliver Asín, sobrino del islamista Asín Palacios, que nos trataba como adultos y nos aproximó como adultos a la literatura y a un viejo corazón compartido con el mundo árabe para nombrar las ciudades o las estrellas. Un lujo.
Podría decir prácticamente lo mismo de la Universidad Complutense. Salí de sus aulas para, casi sin solución de continuidad, convertirme en profesor de derecho civil. Treinta y cinco años de docente, la mayor parte en la UNED. La única universidad que depende del Estado y que, por su extraordinaria función social en todas las comunidades de España, cubriendo los huecos que dejan otros centros universitarios, llegando a pueblos, cárceles, trabajadores e inmigrantes, merecería más reconocimiento y una mucho mayor atención presupuestaria.
Nadie me hará renegar de la enseñanza pública. Me considero un privilegiado y no dudo de que es la garantía última de calidad e igualdad, sin discriminación, en la formación de los jóvenes, aunque para competir en la sociedad global sean también imprescindibles las instituciones privadas que gradúan la oferta educativa orientándola a todos los matices de la demanda.
Hoy, encuestas aparte, vemos niveles de aprendizaje muy bajos en colegios y universidades; más bajos que antes, aunque la enseñanza se haya generalizado. Pocos conocimientos y menos herramientas para adquirirlos. Falla lo básico: el dominio del lenguaje o los lenguajes, de las matemáticas y de la historia, la disposición al sacrificio. Frente al valor del esfuerzo, el tótem del entretenimiento al que servimos entre todos, padres y profesores especialmente, como si tuviéramos la obligación de suavizar a los jóvenes las asperezas de la vida. El triunfo de lo efímero y lo superficial. Además, los sistemas se retroalimentan: quienes nos gobiernan no son reclutados por una formación sobresaliente, que tendrán dificultades para apreciar y difundir. Su experiencia profesional se suele limitar a la vida interna de los partidos políticos, donde nacen, crecen, se reproducen y mueren. Unos ecosistemas necesarios pero poco exigentes en términos de cualificación académica. No son los únicos. Hablo de Europa, pero la situación, mejor en países como Finlandia, Suecia, Holanda o Alemania, es particularmente grave en España. No solo gracias a nuestro nivel educativo por debajo de la media, la altísima tasa de paro entre los jóvenes o las carencias en política científica y formación profesional, sino por una dosis inconsciente de autocomplacencia. ¿Qué podemos esperar?
La respuesta para los habitantes de esta vieja tierra desparramada es no esperar. Reinventar el papel de Europa como forma no excluyente de civilización proyectada en la enseñanza. Aquí donde hemos alcanzado las cotas más altas de excelencia académica y bienestar social. El lugar del griego, el latín y un derecho expandido en el mundo por el imperio de la razón. El origen de la cultura cristiana y las universidades; del humanismo, la Ilustración y los conceptos que han llevado al Estado moderno y a un orden mental y social con vocación universal que hemos de seguir transformando. Quizás antes que un euro sólido nos falte mayor sentido de la responsabilidad: dejar de fiarlo todo a la maquinaria oxidada de los Estados, cuya acción debemos los ciudadanos guiar milimétricamente, y hacer cada uno más en su competencia, exigiendo, votando, instruyendo, con el empeño de consolidar un espacio común y abierto que supere los balbuceos de Bolonia y prepare una unidad cultural, económica y política más firme y mejor institucionalizada. Por un lugar digno en la sociedad internacional y que esta sea más lúcida, solidaria y justa. La Europa que me enseñaron o soñaron, tal vez, pensadores como Erasmo, Montaigne, Locke, Voltaire o Kant. El único futuro para esta piel de toro cuarteada.
Antonio Hernández-Gil es Decano del Colegio de Abogados de Madrid.
Fuente: ABC.
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