Entrevista al catedrático de Derecho.
MADRID, jueves 24 de febrero de 2011 (ZENIT.org).- La posibilidad de objetar por razones de conciencia ante una obligación impuesta legalmente que se considera injusta, constituye una de las batallas legales más importantes de los últimos años en los países occidentales, en campos tan dispares como la Medicina o la Educación.
España, precisamente, es uno de los países donde la lucha por que el Estado respete el derecho de las personas a negarse a hacer algo moralmente injusto es más evidente, gracias a casos como la asignatura Educación para la Ciudadanía, la nueva ley del aborto o la venta de la píldora abortiva, entre otros.
Sobre esta cuestión, el jurista español Rafael Navarro-Valls, catedrático de Derecho y colaborador habitual de ZENIT, donde dirige la columna “Observatorio Jurídico”, acaba de publicar, junto con el catedrático Javier Martínez Torrón, el libro Conflictos entre conciencia y ley. Las objeciones de conciencia (Editorial IUSTEL).
En esta entrevista concedida a ZENIT explica la naturaleza y los límites de la objeción de conciencia. La segunda parte se publicará en el servicio de mañana viernes.
¿No es un contrasentido que, precisamente en el siglo de los derechos humanos, haya sido necesario desarrollar el derecho a la objeción de conciencia?
Rafael Navarro-Valls: La elaboración jurídica de un derecho humano es un proceso largo y, a veces, doloroso. Pasó con las libertades de expresión y religiosa, con el de no discriminación por cuestiones raciales y, ahora, está ocurriendo con el de objeción de conciencia. Respecto a él caben dos posiciones: entenderlo como una especie de “delirio religioso”, una simple excepción a la norma legal, que conviene restringir , o, al contrario, entenderlo como una derivación evidente del derecho fundamental de libertad de conciencia, un verdadero derecho humano.
En esta segunda perspectiva -la correcta- el derecho de objeción de conciencia debe perder su trasfondo de “ilegalidad más o menos consentida”. Solo desde una concepción totalizante del Estado puede mirarse la objeción de conciencia con sospecha, precisamente porque ocupa un lugar central, no marginal, en el ordenamiento jurídico, por la misma razón y de la misma manera que es central la persona humana.
Los poderes públicos están obligados a procurar una adaptación razonable a los deberes de conciencia de los ciudadanos en la medida en que no perjudique un interés público superior. El Tribunal Supremo estadounidense lo ha expresado muy bien: “Si hay alguna estrella fija en nuestra constelación constitucional, es que ninguna autoridad, del rango que sea, puede prescribir lo que es ortodoxo en política, religión u otras materias opinables, ni puede forzar a los ciudadanos a confesar, de palabra o de hecho, su fe en ellas”.
Existe el derecho a la objeción al servicio militar, a la objeción de conciencia de los médicos, etc. ¿Se puede objetar a todo o hay un límite?
Rafael Navarro-Valls: Como ha señalado (1982) el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, para que una objeción de conciencia pueda estimarse digna de ser tomada en consideración, la convicción o creencia que la motiva debe proceder “de un sistema de pensamiento suficientemente estructurado coherente y sincero”. Por su parte, una sentencia de la Cámara de los Lores en el caso Williamson (2005), exige, para que una creencia (religiosa o no) pueda ser tomada en cuenta, que sea “coherente con unos estándares elementales de dignidad humana”, referirse a “problemas fundamentales y no a “cuestiones triviales” y revestir un “cierto grado de seriedad e importancia”. Estas características se encuentran más fácilmente en creencias de trasfondo religioso, ya que implican un sistema coherente de creencias. Tal vez por eso, la objeción de conciencia ha marchado históricamente en paralelo con la libertad religiosa, constituyendo una de sus dimensiones más destacadas. Naturalmente, la libertad de conciencia no se agota en el marco de las convicciones religiosas. Existen otras de carácter filosófico, deontológico, etc. que también alimentan las objeciones de conciencia.
Aparte de este criterio, en materia de límites de la objeción de conciencia, podemos mencionar algún criterio adicional. Tal vez el más destacable sea el nivel potencial de peligro social de los comportamientos. En principio, la pura actitud omisiva (no realizar un aborto, no formar parte de un jurado, no asistir a unas clases, etc.) ante una norma que obliga a hacer algo alcanza una cota de riesgo social menor que otras objeciones que llevan a una actitud activa frente a la norma legal, que prohíbe un determinado comportamiento. Un ejemplo, el TS americano en el caso Reynolds rechazó la pretensión de la Iglesia Mormona, basada en razones de conciencia, de que las leyes penales sobre la poligamia no se aplicaran a los fieles cuya religión se lo permitiera. La práctica de la poligamia, entendió el Tribunal, “contradice el orden público occidental que exige que el matrimonio sea monógamo”.
En fin, por muy elevada que sea la sensibilidad de un determinado Derecho hacia el respeto a la libertad de conciencia, es claro que en algunos supuestos no podrán conciliarse del todo los bienes jurídicos en conflicto, es decir, que no se podrá adaptar la norma jurídica, en su totalidad, a las exigencias morales de conciencia de todos los ciudadanos. En tales situaciones, sin embargo, lo ideal es evitar respuestas simplistas de carácter negativo. El poder político debe hacer un esfuerzo flexibilizador para buscar aquellas soluciones menos lesivas para la conciencia del objetor.
El caso reciente de la implantación en España de la objeción a la asignatura “Educación para la Ciudadanía”, ¿entra en la definición de objeción de conciencia?
Rafael Navarro-Valls: Desde luego. El derecho a elegir el tipo de educación que queremos dar (o no dar) a nuestros hijos forma parte de nuestro propio derecho a elegir una concepción del bien y a ponerla en práctica, sin interferencia de los poderes públicos. El problema se plantea cuando entre el Estado y los padres se da un desacuerdo sobre cuál es la mejor manera de preparar a los alumnos para participar en la vida política o asegurar su progreso moral.
En estos casos, el Estado puede adoptar dos posiciones. La primera, decidir por sí mismo cuál es la mejor manera de asegurar el desarrollo de las competencias morales, cívicas y políticas de la nuevas generaciones. La segunda, decidir que no le corresponde a él dar una respuesta definitiva a la cuestión. Esta es la postura correcta, desde la vertiente de los derechos humanos y de una democracia madura. Por eso, la imposición legal de una asignatura de formación antropológica y moral con carácter general para todos los alumnos puede ser una clara infracción de los derechos constitucionales que corresponden a los padres, y que justifican que la lesión del derecho fundamental de libertad de conciencia sea amparado.
En esa línea se mueve la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (casos Folgero y Zengin, 2007) y la del TS de los Estados Unidos de América que, en el caso Yoder (1972), ya decidió hace años que la libertad de los padres para educar moralmente a sus hijos está por encima del poder coercitivo del Estado en materia de escolarización obligatoria. De ahí la severa crítica que ha recibido el TS español al decretar en febrero de 2009, el rechazo de la objeción de conciencia planteada por numerosos padres ante la asignatura de Educación a la Ciudadanía. La debilidad del planteamiento jurídico del TS es evidente, cuando se comprueba que las sentencias aludidas van acompañadas nada menos que de diez votos particulares contrarios de los propios magistrados de la Sala. Las sentencias del TS han sido recurridas ante el Constitucional y el Tribunal de Derechos Humanos. Existen fundadas esperanzas de que, al final, los padres objetores sean tutelados en sus derechos.
¿Podría existir la objeción de conciencia fiscal, por ejemplo, ante el uso de fondos públicos para usos moralmente comprometidos, como el aborto?
Rafael Navarro-Valls: Conviene advertir, ante todo, que la objeción de conciencia fiscal no suele ir dirigida contra el acto exigido por la ley – el abono de impuestos- si no más bien contra el destino que se hace de una parte de ellos. Por eso, los llamados objetores fiscales plantean como alternativa destinar a otros fines compatibles con su conciencia la cuota que inicialmente se niegan a pagar. No son, pues, evasores fiscales: su finalidad no es defraudar al fisco, sino evitar contribuir a gastos que entienden inmorales según su conciencia (gastos militares, financiación de abortos, etc.). Que yo sepa, se han presentado proyectos de ley a favor de la objeción fiscal en Estados Unidos, Canadá, Holanda, Bélgica, Alemania, Reino Unido Italia y España (éste último en junio de 2005, por el grupo parlamentario ERC). Por ahora no han obtenido la aprobación mayoritaria de las Cámaras. Sin embargo, alguna jurisprudencia canadiense y norteamericana ha aceptado formas similares a la objeción fiscal. En concreto, han protegido a objetores que, por razón de conciencia, rehusaban abonar las cuotas debidas a los sindicatos, destinando su importe a instituciones de beneficiencia o charities.
En mi opinión, la aplicación inflexible del principio de no afectación del impuesto –que es el gran obstáculo para admitir la objeción fiscal- está siendo cada vez más contestado por la doctrina jurídica tributaria, hoy más proclive a concepciones impositivas basadas parcialmente en el principio del beneficio en lugar del de capacidad de pago: el ciudadano paga en función del beneficio que recibe de la actuación pública, y no sólo de su capacidad económica. Este tipo de consideraciones facilitarán que, en un futuro no lejano, se tomen en cuenta las opciones de conciencia, incluida la contraria a pagar impuestos destinados a financiar abortos.
Por Inma Álvarez
Fuente: Zenit.org.
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