Por José María Marco.
Las reformas en
educación apuntadas por el ministro José Ignacio Wert y su equipo van en
la misma línea reformista que caracteriza al gobierno del Partido
Popular. La más llamativa es la sustitución de Educación para la
Ciudadanía por otra asignatura, llamada Educación Cívica. El cambio va
más allá de la simple desaparición de una asignatura polémica. Si
resultaba tan conflictiva era porque culminaba el proyecto, muy
anterior, de politizar la enseñanza. Desde hace más de treinta años, la
enseñanza pública ha sido concebida en nuestro país como un instrumento
de cambio social y político destinado a implantar un modelo de fuerte
matiz socialista, inspirado ante todo por una cierta idea de la
igualdad. La enseñanza pública ha estado antes que nada al servicio de
un diseño de ingeniería social.
Los primeros que han desertado este modelo han sido los propios dirigentes socialistas. Muchos de ellos llevan a sus hijos a colegios privados, donde se atenúan los efectos de la ideología. Lo mismo ocurre con los nacionalistas, que no se fían del adoctrinamiento en las nuevas nacionalidades. ¿Por qué? Porque lo importante, en los dos casos, no es que los alumnos reciban una buena enseñanza. Lo importante es que reciban un título o que estén formados en el nuevo espíritu nacional. Como es lógico, el título acaba devaluado y muchos jóvenes han acabado encerrados en el círculo infernal de los trabajadores poco o nada cualificados. A partir de ahí, sólo un gigantesco esfuerzo personal, al alcance de pocos, podrá compensar los años perdidos, vidas enteras sacrificadas en el altar de las ensoñaciones ideológicas.
Salir de esta maldición requiere otras medidas que el Ministerio de Educación parece por fin dispuesto a tomar. Una de ellas es la vuelta a una dimensión nacional de los contenidos. Se trata, como habría dicho Ortega, de devolver los hechos y los problemas a su auténtica circunstancia, que en nuestro caso es la española. No se trata de rescatar el adoctrinamiento nacionalista o «provincianista», que es lo que se está haciendo ahora en muchas comunidades autónomas. Se trata de salir de él e instaurar una visión de la realidad española fiel a su naturaleza: plural, integradora, respetuosa con la diversidad, que es como hemos sido casi siempre los españoles. Hay que volver a dar sentido a la continuidad, a la lealtad nacional, a nuestro pasado de españoles. Sólo así, la dimensión global –imprescindible, por otro lado– cobrará su auténtico significado.
Los primeros que han desertado este modelo han sido los propios dirigentes socialistas. Muchos de ellos llevan a sus hijos a colegios privados, donde se atenúan los efectos de la ideología. Lo mismo ocurre con los nacionalistas, que no se fían del adoctrinamiento en las nuevas nacionalidades. ¿Por qué? Porque lo importante, en los dos casos, no es que los alumnos reciban una buena enseñanza. Lo importante es que reciban un título o que estén formados en el nuevo espíritu nacional. Como es lógico, el título acaba devaluado y muchos jóvenes han acabado encerrados en el círculo infernal de los trabajadores poco o nada cualificados. A partir de ahí, sólo un gigantesco esfuerzo personal, al alcance de pocos, podrá compensar los años perdidos, vidas enteras sacrificadas en el altar de las ensoñaciones ideológicas.
Salir de esta maldición requiere otras medidas que el Ministerio de Educación parece por fin dispuesto a tomar. Una de ellas es la vuelta a una dimensión nacional de los contenidos. Se trata, como habría dicho Ortega, de devolver los hechos y los problemas a su auténtica circunstancia, que en nuestro caso es la española. No se trata de rescatar el adoctrinamiento nacionalista o «provincianista», que es lo que se está haciendo ahora en muchas comunidades autónomas. Se trata de salir de él e instaurar una visión de la realidad española fiel a su naturaleza: plural, integradora, respetuosa con la diversidad, que es como hemos sido casi siempre los españoles. Hay que volver a dar sentido a la continuidad, a la lealtad nacional, a nuestro pasado de españoles. Sólo así, la dimensión global –imprescindible, por otro lado– cobrará su auténtico significado.
Si se empieza a despejar la niebla ideológica que ha envuelto a nuestra
enseñanza pública, empezarán a aparecer nuevas necesidades y nuevas
posibilidades. Habrá que volver a poner el esfuerzo, el mérito y el
trabajo en el centro de todo el sistema. Los estudiantes habrán de
pensar por su cuenta, sin esperar las consignas que les han venido dando
hasta ahora. Evidentemente, la autoridad del profesor, el respeto a los
demás y el cumplimiento de las reglas deben ser restaurados con
urgencia. Eso no quiere decir que haya que volver a una enseñanza basada
sólo en la selección de los mejores, como en el modelo francés que
inspiraba al español antes de los años 70.
En un marco de conocimientos compartido, y con el objetivo de crear una
cultura de la responsabilidad personal (y por tanto, de la libertad), se
trata de comprender y valorar las diversas aptitudes de cada
estudiante. Habría que empezar a desterrar las rigideces, los modelos
uniformadores. La enseñanza debería ser más flexible, más abierta, más
integradora: los jóvenes deberían ser capaces de interesarse y disfrutar
de un proceso de enseñanza que tuviera en cuenta sus intereses y sus
aptitudes, también en la FP y en la universidad. La capacidad para la
innovación surgiría casi naturalmente. También se empezaría a acabar con
el escandaloso porcentaje de abandono escolar, una de las causas del
paro juvenil de nuestro país.
Eso mismo deberá llevar a algo que por fin parece que se va a intentar,
como es la puesta en valor de la Formación Profesional. Sería absurdo
negar que el acceso a la universidad sigue siendo el mejor camino para
la promoción social. Muchos padres aspiran a que sus hijos tengan un
título universitario, que debería proporcionar una dimensión global
–universal, propiamente dicha– a quienes cursan estos estudios.
Ahora bien, eso no quiere decir despreciar los demás tramos de
enseñanza, y mucho menos, las diversas formas de Formación Profesional.
Sociedades tan complejas como las nuestras saben valorar a quienes son
capaces de responder a las necesidades concretas e inventar nuevas
fórmulas para solucionarlas. Cabe preguntarse si la ideologización de la
enseñanza responde de verdad al afán de instaurar una supuesta igualdad
o al objetivo de crear una clase trabajadora, en el sentido marxista
del término, y vivir –muy bien– a cuenta de la lucha de clases.
Fuente: La Razón.
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