sábado, 31 de marzo de 2012

Sin libros

Por Juan Manuel de Prada.
  
Durante las últimas décadas, los libros escolares se han convertido en la pesadilla de los padres; sobre todo de los padres de prole numerosa, o siquiera no tan escurrida como el egoísmo de nuestra época preconiza.
 
Resultaba, en verdad, desquiciante comprobar cómo, en brevísimo lapso de tiempo, los libros de texto variaban sus contenidos, haciendo extremadamente difícil que pudieran ser utilizados por varios hermanos.
 
Las editoriales del ramo, en su afán por engrosar la cuenta de resultados, han promovido picarescas varias, “renovando” y “actualizando” los contenidos de los títulos de su catálogo, las más de las veces con nimiedades que claman al cielo; pero fenómeno tan vergonzoso no hubiese sido posible sin la aquiescencia o complicidad de los poderes públicos, que se han dedicado a introducir constantes modificaciones en los programas educativos, bien a través de reformas legislativas nefastas, bien a través de la discrecionalidad frívola e irresponsable con la que se han desempeñado, en los extintos años de vacas gordas, los reinos de taifas autonómicos.
 
Y ni siquiera los colegios y sus claustros de profesores se han comportando siempre con la seriedad debida, favoreciendo con demasiada frecuencia y por razones no siempre transparentes cambios de orientación pedagógica que los impulsaban a cambiar de editorial como quien cambia de camisa.
 
Cuestión aparte –pero concurrente– es la desmesurada cantidad de libros de texto que nuestros hijos, convertidos en sufridos porteadores, se ven obligados a cargar cada mañana, para castigo de sus costillas.
 
En alguna ocasión hemos defendido la oportunidad de recuperar un manual de estudio que, siguiendo el modelo de aquellas “Enciclopedias Álvarez” con que estudiaron quienes hoy ya son abuelos, compendie en sus páginas todas las asignaturas que cursan nuestros hijos; lo que actuaría como bálsamo para sus costillas y alivio para nuestros bolsillos. Pero, precisamente por esto último, la idea del manual único nunca será bien acogida por las editoriales del ramo.
 
Lo que sí parecen acoger con simpatía, en cambio, es la sustitución de los libros de texto por el uso de ordenadores o artilugios electrónicos de parecido jaez.
 
Las presuntas ventajas de esta sustitución se han cantado por doquier: nuestros hijos ya no tendrían que cargar con los mochilones que amenazan con aplastarlos (sorprende esta súbita preocupación, que hasta ahora no se había invocado para impulsar el libro de texto único) y las “actualizaciones” de contenidos serían mucho más sencillas y automáticas; por lo demás, tal sustitución favorecería la adaptación de los niños a las nuevas tecnologías (¡como si no estuviesen ya sobradamente adaptados!), etcétera, etcétera.
 
Como a nadie se le escapa, todo este repertorio de presuntas ventajas son pamplinas con las que se pretende enmascarar el afán de lucro; pero son pamplinas que encajan a la perfección con el empeño demagógico que ha impulsado durante la última década la acción de nuestras autoridades educativas, empeñadas en “informatizar” las escuelas y en logar que cada alumno dispusiera de un ordenador.
 
Ahora que, merced a la austeridad que la crisis impone, estos delirios de grandeza informática alimentados por nuestros políticos parecían haber remitido, la fiebre popular del libro electrónico amenaza con tomar el relevo.
 
Pero, como a nadie que se detenga a considerarlo con actitud mínimamente reflexiva se le escapará, la introducción de este método de aprendizaje en las escuelas no hará sino favorecer la dispersión de los alumnos e introducir distorsiones en la transmisión del conocimiento, que será todavía más superficial e inconsistente, como ocurre siempre que la concentración que se requiere para las funciones intelectivas se distrae y desparrama en funciones colaterales de manejo de artilugios.
 
Pero la fascinación tecnológica es el sino de nuestra época; y en su altar se sacrifica lo que haga falta, empezando por el sentido común. 
 

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