Editorial de La Razón (10-03-2012).
La prueba más evidente de
que el conflicto lingüístico en Cataluña raya con lo kafkiano y abunda
en cinismo político es que los defensores más acérrimos de la
preeminencia del catalán sobre el castellano recurren a los periódicos y
a la prosa en castellano para su cruzada, una especie de esquizofrenia
propia de la patología nacionalista.
Cabría pensar que los tribunales en
esta comunidad autónoma están vacunados contra ese mal, pero a juzgar
por la sentencia del Tribunal Superior de Justicia, dada a conocer el
pasado jueves, es evidente que no. Su pirueta jurídica es más propia de
una pista de circo que de la administración judicial. Recordemos el
proceso. Hace año y medio, en diciembre de 2010, el Tribunal Supremo
estimó la demanda de varias familias catalanas a las que la Generalitat
les negó la escolarización en castellano de sus hijos.
El Alto Tribunal
sentenció que tanto el catalán como el castellano deben ser lenguas
vehiculares de aprendizaje, y no sólo la primera como exige la
legislación autonómica. Es decir, el Supremo estableció los límites de
la inmersión lingüística que desde hace 30 años se practica en la
escuela con manifiesta marginación del castellano.
Pasaron los meses y
como la Generalitat no se daba por aludida, el Supremo instó al Superior
de Cataluña a que velara por la ejecución de la sentencia. Tras un
tedioso trabajo de leguleyos que no merece mayor detalle, el tribunal
catalán falló la pasada semana con el pasteleo conocido: desaira la
decisión del Tribunal Supremo, avala la inmersión lingüística de los
nacionalistas y relega el castellano a una lengua para cuya tutela
efectiva debe recurrirse al juez. Es decir, cuando una familia desee
escolarizar a su hijo en castellano debe pedir el auxilio de la
Justicia, lo que es una burla al Estado de Derecho.
Ni que decir tiene
que la presión de los nacionalistas sobre el tribunal autonómico ha sido
avasalladora, hasta el punto de que la consejera de Educación no se
privó en afirmar públicamente que jamás acataría una sentencia que
colocara al castellano a la misma altura que el catalán. Los socialistas
se han sumado con entusiasmo a esta postura y no consta que Rubalcaba
haya expresado su rechazo, de acuerdo a su promesa de defender lo mismo
en todas las partes de España.
En todo caso, el contencioso no termina
aquí y la pelota vuelve al Tribunal Supremo, cuya obligación es velar
por los derechos de todos los españoles. Tarea que no sólo incumbe a la
Justicia, sino también a los poderes públicos, empezando por el Gobierno
de la nación. Por su parte, los nacionalistas deberían recapacitar
sobre su fanatismo lingüístico, que les aproxima a quienes en la
dictadura franquista arrinconaron el catalán, porque las lenguas no son
de los territorios, sino de las personas. Y cuando se trata de la
enseñanza, su elección es un derecho inalienable de los padres.
Fuente: La Razón.
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