Por Jorge Sánchez-Tarazaga.
La libertad de educación
se ha convertido en un campo de batalla cuyas armas están cargadas con
diferentes postulados antropológicos e ideológicos, siendo los niños,
nuestros hijos, el blanco perfecto de unas posturas u otras. Sin
embargo, ni todas son inocuas ni el resultado sobre los educandos es el
mismo.
Nosotros vamos a considerar a aquella visión de la libertad de educación que considera al educando en una visión integral como persona, más amplia que aquella que lo confina a su concepción como ciudadano o individuo. Hablamos de un niño, de un adolescente, de un joven que es algo más que un sujeto de políticas educativas, de derechos y deberes contingentes que el Estado otorga como concesión graciosa. Consideramos a un ser con dignidad intrínseca, con un valor propio inalienable por el hecho de ser precisamente persona.
Tirios y Troyanos hipotéticamente partimos de la misma concepción de qué es la libertad de educación, o deberíamos, considerando que la Constitución española declara que la educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales. Ésta es la óptica de los textos internacionales, que declaran que el objeto de la educación debe posibilitar que la persona desarrolle «… sus aptitudes y su juicio individual» (Declaración de los derechos del niño –Dddn–, principio 7) en todas las dimensiones de su existencia, o sea, «física, mental, moral, espiritual y socialmente» (Dddn, principio 2). En consecuencia, este objeto debe entenderse enmarcado en el deber de los poderes públicos de dotar al niño especialmente, y a la persona en general, de un nivel de vida adecuado para su desarrollo integral (Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales –PIESC–, artículos 11 y 12; Convenio sobre los derechos del niño –Cddn–, artículo 27; Charter of fundamental rights… op. cit., art. 24).
Intrínsecamente unido a este aspecto individual, la educación es factor de sociabilidad que ayuda al niño a «llegar a ser un miembro útil de la sociedad» (PIESC, artículo 13.1; Dddn, principio 7); sociabilidad que siempre parte del presupuesto fundamental y tiene como límite absoluto el fin de la educación de buscar el interés superior del ser humano (Dddn, principio 7; Cddn, artículo 3.1). Al reconocimiento de esta evidencia, le sigue la constatación de que el entorno natural de aquél que acompañamos en el camino de ser “persona que vive para sí” hacia la “persona relacional” es la familia. Familia donde, salvo anomalías, se le quiere como es y es donde se le va a transmitir no sólo el don más preciado, la vida, sino también el ser en relación y el cómo ser en relación.
En consecuencia, es esencial para la construcción de la sociedad reconocer, promover y garantizar la libertad de los padres para educar a los hijos en sus propias convicciones ideológicas, éticas y religiosas, según reconocen la Constitución y los tratados sobre educación ratificados por España. Dicho de otra forma: o la libertad de educación acompaña a los niños a elegir el bien, lo bello, lo constructivo, en definitiva, lo que les hace crecer como personas, o no hay instrucción para la libertad (porque nadie sujeto sin remisión a sus pasiones y deseos es realmente libre), ni tampoco educación (ex ducere: sacar lo más bueno de cada uno para el mejor desarrollo de sus posibilidades). Sólo una correcta comprensión, por lo tanto, de la libertad de educación, la sitúa en su auténtico contexto: la familia. Educación que integre los valores morales y religiosos según las convicciones de los padres, como es su derecho, y como conviene al desarrollo integral de los jóvenes.
Jorge Sánchez-Tarazaga y Marcelino
Abogado y Doctor en Derecho
Presidente de VAEL (Valencia Educa en Libertad)
Presidente de FEDEL (Federación Educación y Desarrollo en Libertad)
Fuente: Universidad Católica de Valencia.
Nosotros vamos a considerar a aquella visión de la libertad de educación que considera al educando en una visión integral como persona, más amplia que aquella que lo confina a su concepción como ciudadano o individuo. Hablamos de un niño, de un adolescente, de un joven que es algo más que un sujeto de políticas educativas, de derechos y deberes contingentes que el Estado otorga como concesión graciosa. Consideramos a un ser con dignidad intrínseca, con un valor propio inalienable por el hecho de ser precisamente persona.
Tirios y Troyanos hipotéticamente partimos de la misma concepción de qué es la libertad de educación, o deberíamos, considerando que la Constitución española declara que la educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales. Ésta es la óptica de los textos internacionales, que declaran que el objeto de la educación debe posibilitar que la persona desarrolle «… sus aptitudes y su juicio individual» (Declaración de los derechos del niño –Dddn–, principio 7) en todas las dimensiones de su existencia, o sea, «física, mental, moral, espiritual y socialmente» (Dddn, principio 2). En consecuencia, este objeto debe entenderse enmarcado en el deber de los poderes públicos de dotar al niño especialmente, y a la persona en general, de un nivel de vida adecuado para su desarrollo integral (Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales –PIESC–, artículos 11 y 12; Convenio sobre los derechos del niño –Cddn–, artículo 27; Charter of fundamental rights… op. cit., art. 24).
Intrínsecamente unido a este aspecto individual, la educación es factor de sociabilidad que ayuda al niño a «llegar a ser un miembro útil de la sociedad» (PIESC, artículo 13.1; Dddn, principio 7); sociabilidad que siempre parte del presupuesto fundamental y tiene como límite absoluto el fin de la educación de buscar el interés superior del ser humano (Dddn, principio 7; Cddn, artículo 3.1). Al reconocimiento de esta evidencia, le sigue la constatación de que el entorno natural de aquél que acompañamos en el camino de ser “persona que vive para sí” hacia la “persona relacional” es la familia. Familia donde, salvo anomalías, se le quiere como es y es donde se le va a transmitir no sólo el don más preciado, la vida, sino también el ser en relación y el cómo ser en relación.
En consecuencia, es esencial para la construcción de la sociedad reconocer, promover y garantizar la libertad de los padres para educar a los hijos en sus propias convicciones ideológicas, éticas y religiosas, según reconocen la Constitución y los tratados sobre educación ratificados por España. Dicho de otra forma: o la libertad de educación acompaña a los niños a elegir el bien, lo bello, lo constructivo, en definitiva, lo que les hace crecer como personas, o no hay instrucción para la libertad (porque nadie sujeto sin remisión a sus pasiones y deseos es realmente libre), ni tampoco educación (ex ducere: sacar lo más bueno de cada uno para el mejor desarrollo de sus posibilidades). Sólo una correcta comprensión, por lo tanto, de la libertad de educación, la sitúa en su auténtico contexto: la familia. Educación que integre los valores morales y religiosos según las convicciones de los padres, como es su derecho, y como conviene al desarrollo integral de los jóvenes.
Jorge Sánchez-Tarazaga y Marcelino
Abogado y Doctor en Derecho
Presidente de VAEL (Valencia Educa en Libertad)
Presidente de FEDEL (Federación Educación y Desarrollo en Libertad)
Fuente: Universidad Católica de Valencia.
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